lunes, 27 de diciembre de 2010

El bisbetó de Montserrat

(Imágenes insólitas de la vieja España católica I)



Durante la Edad Media y buena parte de la Moderna, existió en muchas catedrales, colegiatas, abadías y parroquias mayores una sorprendente fiesta infantil protagonizada por los mozos de coro que comenzaba el día de San Nicolás y terminaba el de los Inocentes, el obispillo. Un día hablaremos de ella con la extensión que merece. Vean mientras estas dos simpáticas y evocadores imágenes del bisbetó de Montserrat, uno de los pocos enclaves donde la fiesta ha perdurado hasta nuestros días.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Las tres misas rezadas de Alphonse Daudet




De entre las misas del gallo recogidas por la literatura, me va a permitir, querido lector, que no traiga hoy aquí la de Maese Pérez, acaso la más famosa escrita en castellano, otra vez será... En cambio, este breve relato navideño de Alphonse Daudet que les reproduzco a continuación tiene el tamaño justo para una entrada de blog, lo leí hace apenas un mes y me divirtió muchísimo. Espero que también usted, querido lector, le saque provecho. Feliz Navidad


I
-¿Dos pavos trufados, Garrigú?
-Sí, mi reverendo, dos magníficos pavos rellenos de trufas, y puedo decirlo porque yo mismo ayudé a rellenarlos. Parecía que el pellejo iba a reventar al asarse, tan estirado estaba...
-¡Jesús María, y a mí que me gustan tanto las trufas! Dame pronto la sobrepelliz, Garrigú. Y ¿qué más has visto en la cocina, fuera de los pavos?
-¡Oh, todo tipo de buenos manjares! Desde mediodía no hemos hecho otra cosa que pelar faisanes, abubillas, ortegas, gallos silvestres. Las plumas volaban por todas partes... Después, trajeron del estanque anguilas, carpas doradas, truchas...
-¿De qué tamaño eran las truchas, Garrigú?
-De este tamaño, mi reverendo. ¡Enormes!
-¡Oh, Dios mío, me parece estarlas viendo! ¿Pusiste el vino en las vinajeras?
-Sí, mi reverendo, he puesto vino en las vinajeras... ¡Pero, caramba!, no se parece al que beberá usted después de la misa de medianoche. Si viera en el comedor del castillo los botellones que resplandecen llenos de vino de todos colores... Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, los candelabros, las flores... ¡Nunca se ha visto una cena de nochebuena semejante! El señor Marqués ha invitado a todos los señores de la vecindad. En la mesa habrá cuarenta personas, sin contar al juez ni al escribano... ¡Ah, qué suerte tiene usted, que es de la partida, mi reverendo!. Sólo con haber olfateado los hermosos pavos, el perfume me sigue a todas partes... ¡Ah!
-Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de la gula, sobre todo en la noche de Navidad. Ve pronto a encender los cirios y a dar el primer toque para la misa, porque las doce se acercan y no hay que retrasarse...
Esta conversación se mantenía la nochebuena del año de gracia de mil seiscientos y pico, entre el reverendo don Balaguer, ex prior de los Carmelitas, entonces capellán a sueldo de los señores de Trinquelague, y su monaguillo Garrigú, o lo que él creía su monaguillo Garrigú, porque deben saber que aquella noche el diablo había tomado la cara redonda y los rasgos indecisos del joven sacristán, para hacer caer mejor en la tentación al reverendo padre, haciéndole cometer un espantoso pecado de gula. Así, pues, mientras el pretendido Garrigú (¡hum, hum!) hacía repicar a todo trapo las campanas de la capilla del castillo, el reverendo acababa de ponerse la sobrepelliz en la pequeña sacristía, con el espíritu turbado ya por todas aquellas descripciones gastronómicas; y decía para sí, vistiéndose:
-¡Pavos asados... carpas doradas... truchas de este porte!
Afuera soplaba el viento de la noche, difundiendo la música de las campanas, y al propio tiempo iban apareciendo luces en la sombra, en las cuestas del monte Ventoux, en cuya cima se levantaban las viejas torres de Trinquelague. Eran las familias de los aparceros, que iban a oír la misa del gallo en el castillo. Trepaban la cuesta, cantando, en grupos de cinco o seis, el padre adelante, linterna en mano, las mujeres envueltas en sus grandes mantos oscuros, en que se estrechaban y abrigaban sus hijos. A pesar de la hora y del frío, todo aquel buen pueblo caminaba regocijado, animado por la idea de que, al salir de misa y como todos los años, tendría la mesa puesta en las cocinas. De tiempo en tiempo, sobre la cuesta ruda, la carroza de algún señor, precedida por lacayos con antorchas, hacía resplandecer sus cristales a la luz de la luna, alguna mula trotaba agitando los cascabeles, y a la luz de las teas envueltas en la bruma, los campesinos reconocían al juez, y lo saludaban al paso:
-Buenas noches, buenas noches, maese Arnoton.
-Buenas noches, buenas noches, hijos míos.
La noche era clara, las estrellas parecían reavivadas por el frío; el cierzo picaba y la escarcha fina, deslizándose sobre los vestidos sin mojarlos, conservaba fielmente la tradición de las nochebuenas blancas de nieve. Allá, en lo alto de la cuesta, el castillo aparecía como la meta de todos los caminantes, con su enorme masa de torres, techos y coronamientos, la torre de la capilla irguiéndose en el cielo negro, y una multitud de lucecitas que parpadeaban, iban, venían, se agitaban en todas las ventanas, y parecían, sobre el fondo oscuro del edificio, chispas que corrieran por las cenizas de un papel quemado... Pasado el puente levadizo y la poterna, era necesario, para llegar a la capilla, atravesar el primer patio, lleno de carrozas, de criados, de sillas de mano, todo iluminado por la luz de las antorchas y las llamaradas de las cocinas.
Se oía el rumor de los asadores, el estrépito de las cacerolas, el choque de los cristales y la vajilla de plata, movidos para los preparativos de una comida, y por encima de todo aquello, se extendía un vapor tibio que olía bien, a las carnes asadas y a las hierbas perfumadas de las salsas, lo que hacía decir tanto a los campesinos, como al capellán, como al juez, como a todo el mundo:
-¡Qué excelente cena vamos a tener después de la misa!

II
¡Tilín!... ¡Tilín!... ¡Tilín!...
La misa de media noche comienza. En la capilla del castillo, que es una catedral en miniatura, con bóvedas de crucería y zócalos de roble cubriendo las paredes, se han tendido todas las colgaduras, se han encendido todos los cirios. ¡Y cuánta gente! ¡Y qué trajes! En primer lugar, sentados en los sillones esculpidos que rodean el coro, están el señor de Trinquelague, vestido de tafetán color salmón, y a su lado los nobles señores invitados. Enfrente, en reclinatorios tapizados de terciopelo, se han instalado la anciana marquesa viuda, con su vestido de brocado color de fuego, y la joven señora de Trinquelague, con la cabeza cubierta por una alta torre de encaje, plegada a la última moda de la corte de Francia. Más abajo se ve, vestidos de negro, con grandes pelucas puntiagudas y rostros afeitados, al juez Tomás Arnoton y al escribano maese Ambroy, dos notas graves entre las sedas vistosas y los damascos recamados Luego vienen los gordos mayordomos, los pajes, los picadores, los intendentes, la dueña Bárbara, con todas sus llaves colgadas de la cintura, en un llavero de plata fina. En el fondo, sentados en escaños, están los de menor cuantía, las criadas, los cortijeros con sus familias, y más allá, al lado mismo de la puerta que abren y cierran discretamente, los señores marmitones que van, entre dos salsas, a oír un poco de misa y a llevar un olorcillo de cena a la iglesia de fiesta, entibiada con tantos cirios encendidos.
¿Es la vista de sus gorras blancas lo que tanto distrae al oficiante? ¿No sería, más bien, la campanilla de Garrigú, esa endiablada campanilla que se agita al pie del altar con infernal precipitación, y que parece estar diciendo a cada rato?
-¡Despachemos, despachemos!.. Cuánto mas pronto hayamos concluido, más pronto nos sentaremos a la mesa.
El hecho es que cada vez que suena aquella campanilla del demonio, el capellán se olvida de su misa y no piensa sino en la cena. Se figura las cocinas rumorosas, los hornillos en que arde un fuego de fragua, el vaho que sale de las cacerolas entreabiertas, y entre aquel vaho dos magníficos pavos, rellenos, reventando, constelados de trufas...
O bien ve pasar filas de pajes llevando fuentes envueltas en tentador humillo, y entra con ellos en el gran salón dispuesto ya para el festín. ¡Oh delicia! Aquí está la inmensa mesa, atestada y resplandeciente, los pavos adornados con sus plumas, los faisanes abriendo sus alas rojizas, los botellones color rubí, las pirámides de frutas brillando entre las ramas verdes, y los maravillosos pescados de que hablaba Garrigú, (¡Garrigú, hum!) tendidos en un lecho de hinojo, con la escama nacarada como si acabaran de salir del agua, y con un ramilletito de hierbas aromáticas en su boca de monstruos. Tan viva es la visión de aquellas maravillas, que a don Balaguer le parece que todos aquellos platos estupendos están servidos delante de él, sobre los bordados del mantel del altar, y dos o tres veces, en lugar de decir Dominus vobiscum, llegó a decir Benedicite... Fuera de esas pequeñas equivocaciones, el buen hombre despacha el oficio divino muy concienzudamente, sin saltar una línea, sin omitir una genuflexión, y todo anda muy bien hasta el fin de la primera misa, pues ya sabéis que el día de Navidad el mismo oficiante debe celebrar tres misas consecutivas.
-¡Y va una! -se dijo el capellán, lanzando un suspiro de alivio; luego, sin perder un minuto, hizo señas a su monaguillo, o al que creía su monaguillo, y...
-¡Tilín!... ¡Tilín!... ¡Tilín!...
La segunda misa comienza, y con ella el pecado de don Balaguer.
"¡Vaya!, despachemos", le grita con su vocecita agria la campanilla de Garrigú, y esa vez el desgraciado oficiante, entregado completamente al demonio de la gula, se lanza sobre el misal, y devora las páginas con la avidez de un espíritu sobreexcitado. Se inclina, se levanta frenéticamente, esboza apenas las señales de la cruz, las genuflexiones, acorta todos sus ademanes para acabar más ligero... Apenas si extiende los brazos cuando el Evangelio; apenas si se golpea el pecho en el Confiteor. Parece que entre el monaguillo y él apostaran a quién balbucea con más prisa. Los versículos y las respuestas se precipitan, se atropellan. Las palabras medio pronunciadas, sin abrir la boca, cosa que tomaría demasiado tiempo, terminan en murmullos incomprensibles.
-Oremus... ps... ps... ps.
-Mea culpa... pa... pa...
Como vendimiadores apurados pisando la uva del tonel, ambos chapotean en el latín de la misa, enviando salpicaduras a todos lados.
Dom... scum!.. -dice Balaguer.
-Stutuo... -contesta Garrigú.
Y mientras tanto la campanilla sigue repiqueteando a sus oídos, como los cascabeles que se ponen a los caballos de posta para hacerlos galopar con mayor rapidez. Ya pueden ustedes darse cuenta de que una misa rezada tiene que terminar muy pronto de ese modo...
-¡Y van dos! -dijo el capellán, jadeante.
Luego, sin perder tiempo en respirar, rojo, sudando, baja a la carrera las gradas del altar, y...
-¡Tilín!... ¡Tilín!... ¡Tilín!...
Comienza la tercera misa. Ya no hay que dar sino unos cuantos pasos para llegar al comedor; pero ¡ay! a medida que se aproxima la cena, el infortunado Balaguer se siente acometido por una locura de impaciencia y de glotonería. Su visión se acentúa, las carpas doradas, los pavos asados están allí, allí... los toca... los... ¡Oh, Dios mío!.. Las fuentes humean, los vinos embalsaman... Y sacudiendo su badajo endiablado, la campanilla le grita:
-¡Ligero, ligero, más ligero!...
Pero ¿cómo andar más ligero? Sus labios se mueven apenas. Ya no pronuncia las palabras... Sólo que trampeara completamente a Dios y le escamoteara su misa... ¡Y es lo que hace el desdichado! De tentación en tentación comienza por saltar un versículo, luego dos. Luego, la epístola es demasiado larga y no la termina, roza apenas el Evangelio, pasa ante el credo sin entrar en él, saltea el padrenuestro, saluda de lejos el prefacio, y a saltos y brincos se precipita en la condenación eterna, seguido siempre por el infame Garrigú, (¡Vade retro, Satanás!) que lo secunda con maravillosa comprensión, le levanta la casulla, vuelve las hojas de dos en dos, maltrata los atriles, vuelca las vinajeras, y sacude sin cesar la campanilla, cada vez más fuerte, cada vez más ligero...
¡Hay que ver la cara sorprendida de todos los concurrentes! Obligados a seguir por la mímica del sacerdote aquella misa de la que no entienden una palabra, unos se levantan cuando otros se arrodillan, se sientan cuando los demás se ponen de pie, y todas las fases de aquel oficio singular se confunden en los escaños en una multitud de actitudes diversas. La estrella de Navidad, en camino por los senderos del cielo, dirigiéndose hacia el pequeño establo, palidece de espanto al ver aquella confusión...
-El abate anda demasiado a prisa... No se le puede seguir -murmura la anciana viuda agitando la cofia con desvarío.
Maese Arnoton, con sus anteojos de acero sobre las narices, busca en su libro de misa por dónde diablos pueden ir. Pero, en el fondo, toda aquella buena gente, que piensa también en cenar, no se disgusta ni mucho menos de que la misa vaya como por la posta, y cuando don Balaguer, con la cara radiante, se vuelve hacia la concurrencia gritando con todas sus fuerzas el ¡lte missa est! todos a una voz, en la capilla, le contestan con un Deo gratias tan alegre, tan arrebatador, que parece el primer brindis en la gran mesa de la cena...

III
Cinco minutos después la multitud de señores se sentaba en la gran mesa del comedor, con el capellán en medio. El castillo, iluminado de arriba abajo, retumbaba con cantos, gritos, risas, rumores, y el venerable don Balaguer clavaba el tenedor en un ala de ave, ahogando el remordimiento de su pecado bajo los torrentes del buen vino del papa, y los excelentes jugos de los manjares. Tanto comió y bebió el pobre santo varón, que aquella misma noche murió de una indigestión terrible, sin haber tenido siquiera tiempo de arrepentirse; luego, a la madrugada, llegó al cielo, todo rumoroso aun por las fiestas de la noche, y ya se imaginarán ustedes de qué manera se le recibió:
-¡Retírate de mí vista, mal cristiano! -le dijo el soberano Juez, nuestro amo y señor- tu falta es bastante grande para borrar una vida entera de virtud... ¡Ah, me has robado una misa de Navidad!... Pues bien: me pagarás trescientas en su lugar, y no entrarás al paraíso sino cuando hayas celebrado en tu propia capilla esas trescientas misas de Navidad, en presencia de todos cuantos han pecado por tu culpa y contigo...
Tal es la leyenda de don Balaguer, como se cuenta en el país de los olivos. Hoy el castillo de Trinquelague no existe ya, pero la capilla se mantiene aún en pie en la cumbre del monte Ventoux, entre un grupo de encinas verdes. El viento hace golpear la puerta dislocada, la hierba invade el umbral; hay nidos en los rincones del altar y en el alféizar de las altas ventanas, cuyos vidrios de colores han desaparecido ya hace mucho. Pero parece que todos los años, para nochebuena, una luz sobrenatural vaga por aquellas ruinas, y que al acudir a las misas y a las cenas, los campesinos ven aquel espectro de capilla iluminado con cirios invisibles que arden al aire, hasta bajo la nieve y bajo el viento.
Ustedes reirán si les parece, pero un vinatero del lugar, llamado Garrigue, descendiente sin duda de Garrigú, me ha afirmado que una noche de Navidad, hallándose algo chispo, se había perdido en la montaña hacia el lado de Trinquelague, y he aquí lo que vio:
Hasta las once de la noche, nada. Todo estaba silencioso, oscuro, inanimado De pronto, a eso de medianoche, sonó una campana en lo alto de la torre, una vieja, viejísima campana que parecía hallarse a diez leguas de allí. Pronto, por el camino que sube hacia el castillo, Garrigue vio temblar luces, agitarse sombras indecisas. Bajo el portal de la capilla la gente andaba, cuchicheaba:
-Buenas noches, maese Arnoton.
-Buenas noches, buenas noches, hijos míos...
Cuando todos hubieron entrado, mi vinatero, que era muy valiente, se acercó despacito, y mirando por la puerta rota asistió a un espectáculo singular. Todos los que había visto pasar estaban colocados alrededor del coro en la nave arruinada, como si los antiguos escaños existieran todavía. Hermosas damas vestidas de brocado con cofias de encaje, señores galoneados de pies a cabeza, campesinos de chaquetas bordadas como las de nuestros abuelos, todos con aire de viejos, marchitos, empolvados, fatigados. De tiempo en tiempo, las aves nocturnas, huéspedes habituales de la capilla, despertadas por todas aquellas luces, iban a vagar en torno de los cirios cuya llama subía recta y vaga como si ardiera tras de una gasa, y lo que divertía mucho a Garrigue era cierto personaje de grandes anteojos de acero, que meneaba a cada instante su alta peluca negra, en la que uno de los pájaros se había parado, enredado en los pelos y batiendo silenciosamente las alas...
En el fondo, un viejecito de estatura infantil, de rodillas en medio del coro, agitaba desesperadamente una campanilla sin badajo y sin voz, mientras que un sacerdote, vestido de oro viejo, iba y venía ante el altar, recitando oraciones de las que no se entendía una palabra... No podía ser otro que don Balaguer, diciendo su tercera misa rezada...
FIN

domingo, 5 de diciembre de 2010

La sobrepelliz y el roquete I

La sobrepelliz
Anteayer celebrábamos a san Francisco Javier, un santo que casi siempre se le representa con sobrepelliz, esa prenda que nuestros sacerdotes tienen hoy tan olvidada por más que haya sido representativa del estado clerical, hasta el punto de que se tomaba solemnemente durante la “prima tonsura”. Recuerde, querido lector, cuando Eulalia en La Loca de la Casa preguntaba a la marquesa si se alegraba de que su hijo “cambie la toga por la cogulla o sobrepelliz”. Quizá la desaparición de esa colación solemne por la cual el seminarista era admitido al estado clerical haya propiciado en parte la desafección de los sacerdotes por la prenda, si bien hay que recordar que ya nos preguntábamos al tratar el alba si su uso generalizado se había visto favorecido por la práctica extinción de la sotana o viceversa. Qué duda cabe de que si el alba hubiese seguido estando reservada sólo para el sacerdote que celebra la misa y sus ministros sagrados, al menos dentro de los templos aún veríamos sotanas al bautizar, al dar una bendición, al rezar unas vísperas, en las procesiones, en exequias, acompañando en funerales, etc. Y sobre la sotana, la sobrepelliz, que no se puede llevar si no es sobre aquella, al menos en principio, mejor no demos ideas...

Como definición de la sobrepelliz podemos tomar aquella que la describe como la vestidura blanca común a toda la clericatura, que se endosa sobre la sotana o el hábito religioso para la asistencia coral, el servicio de altar y la administración de determinados sacramentos y bendiciones, además de otras circunstancias particulares como cuando se da lectura a las letras apostólicas en la bendición papal o cuando los clérigos portan el palio del Santísimo. San Carlos Borromeo dice al respecto de su uso que no se puede ir al oficio divino sin ella, ni usarse en cosas profanas. Los sacramentos que tradicionalmente requieren la sobrepelliz por parte del sacerdote que los confiere son el bautismo y el matrimonio administrados fuera de la misa así como la extremaunción; también la distribución de la comunión fuera de la misa. Los obispos, para la administración de los sacramentos more sacerdotali, siempre han debido revestirla sobre el roquete, salvo si utilizaban capa pluvial. Como ya señalamos al hablar del amito, para la misa se puede dejar la sobrepelliz bajo el alba a tenor de lo dispuesto por las rúbricas, sin embargo, se trata de una práctica rara vez seguida. Vestir la sobrepelliz para oír confesiones no es obligatorio, si bien el Rituale romanun encarece que se lleve, pero deja claro que depende de las circunstancias y costumbres, y en España los sacerdotes siempre han tenido la de sentarse al confesonario con la estola morada sobre la sotana y nada más. Es igualmente utilizada sobre la sotana por los ordenados de menores y los acólitos seglares, así como por sacristanes, monagos, organistas y demás asistentes del templo.

En cuanto a su materia conviene notar que antes del último concilio la prenda tenía que ser siempre de lino cuando se utilizaba para distribuir la comunión o administrar el viático, mientras que para el resto de usos podía usarse una confeccionada en simple batista de algodón. Sin embargo, en España todas las sobrepellices fueron de lino, lo que no excluye la eventual existencia de alguna sobrepelliz de algodón que nos confirme esta regla. No hay prevista bendición alguna para esta vestidura que los alegoristas identificaron con el nuevo hombre adornado de la justicia y la santidad, aunque frecuentemente se bendecía bajo la fórmula ornamentorum in genere.

Su forma ha evolucionado sustancialmente a lo largo de los siglos, ya que en origen tenía la apariencia de una amplia cogulla sin ceñir que llegaba más allá de las rodillas e incluso hasta los talones y que además contaba con amplísimas mangas que permitían utilizarla sobre las vestes pelliceae con que los canónigos y religiosos se protegían del frío durante las horas de coro, “ad indicandum quod Adam post peccatum talibus vestitus est pelliciis”, como suponía Durando. Si atendemos a las representaciones medievales y aún posteriores comprobamos que, a diferencia del alba, se trata de una prenda principalmente caracterizada por su material, color, forma y corte, más que por decoración alguna. Sólo con el inicio de la modernidad y al ir acortándose y adoptando formas ligeramente más ceñidas comenzaron a emular los ruedos y mangas y hombreras de encaje de los roquetes y albas, claro que sin los forros de colores de aquellos, que sólo en Polonia se ven. Al mismo tiempo, hay que señalar la enorme diversidad de formas aún existente y que dependen de la evolución local de la prenda. En CyR hemos ido haciendo casi sin darnos cuenta un verdadero catálogo de particularidades de las sobrepellices existentes en el mundo hispano, algunas con mangas muy cortas e incluso sin ellas, con éstas abiertas y dotadas de amplias alas, rizadas, plisadas en acordeón, con fiador al cuello o sin él, con encajes o sin ellos, unas más fieles al modelo original, otras más cercanas al roquete, etc. Por lo general la sobrepelliz con encaje es utilizada más frecuentemente por el clero, mientras que los acólitos y asistentes suelen utilizarlas lisas, como lisas acostumbran a ser también las de los primeros en los días de duelo y el viernes santo. Sin embargo, con posterioridad al Concilio Vaticano II se difundieron dentro del clero el uso de sobrepellices tableadas y lisas, con tan sólo unos hiladillos de vainica como decoración del ruedo y las bocamangas. Pienso que de todas las novedades y reformas vestimentarias del postconcilio este extraño producto es el más elegante. Me temo que usted, querido lector, probablemente no pensará lo mismo.


Lat. Superpelliceum; Fr. Surplis; It. Cotta; Ing. Surplice; Por. Sobrepeliz; Al. Superpellizeum, chorhemd

lunes, 15 de noviembre de 2010

Las procesiones del Sábado Santo y la Vigilia Pascual. Un asunto de actualidad en Jerez de la Frontera


Desde el siglo II al IV la Iglesia celebró la Pascua de Resurrección con una gran Vigilia nocturna, pronto sin embargo se fue adelantando por comodidad a las últimas horas de la tarde del sábado e incluso más temprano, hasta el punto de que hacia el siglo XIV ya se celebraba siempre en la mañana. Así permaneció hasta 1951 en que Pío XII permitió, mediante el inesperado decreto Dominicae Resurrectionis de 9 de febrero, que se realizase de noche, lo que tras otro decreto posterior, el Maxima Redemptionis de 16 de noviembre de 1955, fue obligatorio a partir de 1956. Las razones históricas y litúrgicas por las que la Vigilia se había ido adelantando hasta quedar fijada en la mañana del sábado son de variada naturaleza, pero sin duda la más influyente fue que disciplina del ayuno eucarístico impedía tomar cualquier alimento o bebida desde la medianoche precedente a la comunión. Pío XII se encargaría de eliminar este inconveniente mediante la constitución apostólica Christus Dominus de 6 de febrero de 1953, que introdujo un indulto por el que se reducía a tres las horas del ayuno eucarístico.
Adoptada la Vigilia nocturna en algunas -pocas- diócesis en el mismo 1951 y en la mayoría en 1956, surgió un problema adicional ¿Cómo convertir un día que siempre había sido considerado como de festiva alegría en otro día más de semana santa? La cuestión no era baladí. Durante siglos, generación tras generación de cristianos había asistido a la Vigilia temprano, había cumplido con el precepto pascual y, finalizado oficialmente el tiempo de cuaresma a medio día, había festejado de muy variadas formas la Resurrección de Nuestro Señor. Cambiar toda esta jubilosa alegría del Sábado de Gloria por otro día más de Semana Santa, al que no sólo habría que añadirle el ambiente de austeridad expresiva y penitencia que le sería propio, sino el de duelo similar al del propio Viernes Santo, no sería tarea fácil.
Los obispos españoles optaron entonces por prorrogar un día más las procesiones, lo que en la mayoría de los casos supuso un gran sacrificio por parte de las cofradías, que se verían abocadas a abandonar su histórica jornada de salida por otra nueva completamente privada de tradición. En general afectó a la procesión del Santo Entierro que en casi todas partes pasó del viernes al sábado, así como a otras cofradías generalmente relacionadas con la soledad de María, la piedad o el traslado al sepulcro. Se buscaron unos horarios que no imposibilitaran la asistencia a la Vigilia y, en muchas poblaciones donde existía “carrera oficial” se invirtió su recorrido, de modo que al acudir en primer lugar a la catedral por el camino más corto, ésta quedaba expedita con suficiente antelación para preparar la Vigilia con toda tranquilidad. Así se hizo en la catedral de Sevilla donde el arzobispo Bueno Monreal incluso pretendió aprovechar el desahogo de la aparición de un nuevo día de procesiones para liberar de éstas el Jueves Santo, que con la reforma de la Semana Santa dejaba la catedral cuajada de celebraciones litúrgicas. Sin embargo, se vio que, con un disciplinado cumplimiento de horarios, era posible que oficios litúrgicos y procesiones coincidiesen en la catedral, por lo que continuaron éstas durante el Jueves Santo como hasta entonces y el decreto de 1º de marzo de 1956 sólo alcanzó a la creación de la nueva jornada de procesiones. En pocos años la adaptación de los fieles a la nueva situación fue creciendo y en 1974, se vio que, ajustando los horarios, había margen para que también las procesiones del sábado fuesen a la catedral en el mismo sentido que las de los días precedentes.
Soluciones análogas fueron adoptadas en el resto de poblaciones de la archidiócesis, entre ellas, en la de Jerez de la Frontera, donde sin problema alguno se mantuvo la situación hasta su erección como cabeza de la nueva diócesis de Asidonia-Jerez. Al año de creada ésta, su primer obispo, monseñor Bellido Caro inició un plan de supresión de procesiones para el Sábado Santo que se aplicó en dos fases, la primera, de 1981 a 1983, dejó al Santo Entierro como única procesión del día, y en la segunda, a partir de 1984, incluso esta hermandad debió volver a su día procesional de origen, quedando el Sábado Santo sin procesión alguna. Todo se realizó con el pretexto de dejar la jornada completamente dedicada a la preparación espiritual de la Pascua. Eran los años en que la Iglesia adolecía de aquel sospechoso aliento rupturista que, parapetado tras la coartada del llamado “espíritu del concilio” le hizo mirar con cierto desdén sus propias tradiciones devocionales y de piedad popular.
Sin embargo, las innovadoras ideas creadas en aquel momento para vivir espiritualmente el día en modo comunitario parecieron extrañas a unos fieles que mayormente se identificaban con las prácticas de la liturgia parroquial de toda la vida. Por otra parte, el silencio, la espera y la meditación propuestos para la jornada resultaron ser de complicada aplicación en un día que, pese a los cambios litúrgicos, había permanecido en el calendario civil como laborable. De este modo, el Sábado Santo pasó, de ser percibido como una suerte de prolongación del Viernes Santo y su espíritu, con la contemplación luctuosa de escenas de la muerte de Nuestro Señor, a un día vacío en la vida espiritual de los jerezanos. En el mejor de los casos se acudía a Sevilla a ver sus procesiones, y digo en el mejor de los casos porque la cultura del week-end, ya por aquel entonces instalada en la sociedad española y con mayor arraigo en la juventud, llevó a considerar el Viernes Santo como último día de obligaciones religiosas para buena parte de los fieles, que no volverían a pisar la iglesia hasta la tarde del domingo.
Pero la supresión de procesiones y otros ejercicios piadosos del Sábado Santo en Jerez no fue un caso aislado, el aludido espíritu de desconfianza hacia la eficacia real de las prácticas tradicionales de devoción como preparación espiritual de la Vigilia, llevó en otras diócesis, también fuera de España, a iniciativas similares, y con argumentos motivadores tan peregrinos como el de aquella corriente que muchos recordarán, que pretendía adjetivar el Sábado Santo como día “alitúrgico”, lo cual se da de bruces con la realidad con sólo abrir el breviario, a no ser que por “alitúrgico” se entienda “día sin misa”, en cuyo caso también lo sería el viernes santo, que sin duda es el día de mayor número de procesiones en todo el orbe católico. Por estas y otras razones la Iglesia consideró necesario aclarar cuál era el verdadero espíritu que debía acompañar al Sábado Santo, en el contexto de la renovación general acometida por el Concilio Vaticano II, y así cuando la Sagrada Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos publicó la Carta Circular sobre las Fiestas Pascuales de 16 de enero de 1988, firmada por su prefecto, el cardenal Meyer, ratificó la validez de los ejercicios piadosos para ese día y explícitamente se hizo referencia a que “pueden ser expuestas en la iglesia a la veneración de los fieles la imagen de Cristo crucificado, o en el sepulcro, o descendiendo a los infiernos, ya que ilustran el misterio del Sábado Santo, así como la imagen de la Santísima Virgen de los Dolores”. Lo que confirmaba la validez del modelo de Sábado Santo surgido en España de la reforma litúrgica de Pío XII y la conveniencia de mantenerlo. Además, el 12 de octubre de ese mismo año los obispos del Sur de España publicaron conjuntamente una extensísima carta pastoral titulada Las Hermandades y Cofradías donde manifiestan que, siempre que permitan la participación de todos los fieles en la Vigilia Pascual, “Las procesiones que permiten a los fieles contemplar los Misterios de la Pasión de Cristo y los dolores y Soledad de la Virgen María pueden ser muy adecuadas también el Sábado Santo, día en que la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte”.
A pesar de la meridiana claridad de ambos documentos, en Jerez, ya sea por inercia, ya por la obstinación en el mantenimiento de modelos que a todas luces han resultado poco fructíferos, se ha continuado en la situación descrita hasta el presente, con el resultado anteriormente analizado, e incluso aumentado por la creciente secularización de la sociedad. En buena medida resulta sorprendente que nadie en todo este tiempo haya considerado la movilización a que la ciudad queda sometida por las procesiones como parte del éxito, en solemnidad y asistencia de fieles, repetido año tras año en los oficios del Jueves Santo. Oficios que, conviene subrayar, se superponen e incluso comparten horario con las procesiones de ese día. Pero hay más, en 2000, cuando para conmemorar el jubileo de dicho año se organizó durante el Sábado Santo una gran procesión que representó en orden cronológico los hitos más significativos de la pasión y muerte de Cristo, muchos párrocos de la ciudad pudieron comprobar con sorpresa el elevado número de fieles que acudieron a la Vigilia en aquella jornada excepcional, que se multiplicaron de manera exponencial respecto a los de años anteriores. Por ello, el principal argumento esgrimido hasta el momento para mantener la situación cayó por su propio peso; algo para lo que, por otra parte, sólo hubiese sido necesario una comparativa entre las Vigilias de Jerez y de otra ciudad con procesiones, como Sevilla. Para quienes en distintos años hemos asistido a las de una y otra ciudad, así en la catedral como en otras parroquias, no albergamos duda alguna de que a ello contribuye de manera importante la movilización que de los fieles hacen las cofradías y sus procesiones.
Ahora bien, llegados a este punto cabe preguntarse por qué extraña razón asistimos en estos días a la escenificación pública del desencuentro existente al respecto entre el Obispado de Asidonia-Jerez y las hermandades de esta ciudad. Éstas últimas, otrora tan celosas de sus tradiciones, parecen al presente dispuestas a dejar sus históricos días de salida para la recuperación de un Sábado Santo con procesiones. Sin embargo, las razones aducidas para esta pretendida mudanza no parecen ir más allá del intento de solucionar una supuesta saturación de procesiones durante el resto de días, que muchos creemos que no es tal, y que en cualquier caso podría solucionarse de muchas otras formas, algunas bien sencillas. Por otra parte, la Iglesia local parece seguir anclada en la defensa de aquel modelo de Sábado Santo surgido hace ya casi treinta años, que sin duda pudo haber sido concebido con la mejor de las intenciones pastorales, pero que hoy, a la vista de sus escasos frutos, parece necesitar ser repensado.
¿Acaso no sería positivo para la Iglesia y para las cofradías que de ella son parte iniciar un diálogo conjunto del que surgiese un modelo de Sábado Santo que sea verdadera preparación espiritual a la Vigilia? La tarea exige esfuerzo de entendimiento y adaptación del medio expresivo cofradiero -elección de unas escenas acordes con el espíritu de la jornada, horarios de salida que no obstaculicen el inicio de las Vigilias, música procesional adecuada a la sobriedad del día, etc.- a los altos fines que se persiguen. Los frutos de la contemplación de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, desde la perspectiva pascual que se nos presentó en la celebración del Viernes Santo, podrían sin duda regenerar la religiosidad de la jornada y revitalizar la que san Agustín con razón llamó Madre de todas las Vigilias.

martes, 9 de noviembre de 2010

Spain was different y II. El bonete episcopal

Otra preterita y significativa particularidad del traje coral prelaticio de corte hispano fue la que afectó a la forma de su bonete. Este característico cubrecabezas eclesiástico que completa el traje coral y que nuestros obispos y arzobispos hoy nunca saben si llevar puesto, pasearlo en mano, dejarlo en palacio o ni siquiera comprarse, fue hasta hace poco más de un siglo netamente distinto en España del usado en el resto del Orbe católico, donde el rígido y cuadrado bonete romano había ido fagocitando las distintas particularidades nacionales, que apenas quedaron limitadas al número de sus crestas, tres o cuatro, y que suponía el último estadio evolutivo del mórbido bonete medieval.

Más semejante a este último es el que usan los clérigos hispanos, que hoy nos sirve para imaginar cómo fue hasta hace poco más de un siglo el de nuestros obispos y arzobispos, que se mostraban orgullosos de sus tradicionales bonetes redondos, rígidos y de picos, prácticamente fosilizados en su forma desde el siglo XVI. Eran en todo semejantes a los de cualquier clérigo, salvo en el color de su borla pues, a excepción de los cardenales, que siempre lo han recibido de Roma -y de forma romana- de aquel bello color rojo púrpura que evoca la sangre de los mártires, el resto de la prelatura y clericatura siempre lo tuvo negro. Claro que hubo usos y abusos, por ello se pueden ver cuadros de prelados, sobre todo en la Nueva España, con bonetes hispanos de color morado, ceniza o añil. La práctica general marcaba que la borla fuese morada en el caso de los obispos, más los prelados españoles la llevaban mayoritariamente verde, color episcopal. Reminiscencia de aquel uso de bonetes negros con borla verde por parte de nuestros obispos y arzobispos es la pervivencia mayoritaria de idénticos cubrecabezas como parte del traje de coro de los cabildos catedralicios españoles, que siempre trataron de emular en forma y color a los capisayos y capas episcopales.

Sin embargo, frente a aquellas particularidades del traje coral prelaticio de corte hispano que ya vimos que pervivieron hasta mediados de la pasada centuria, el bonete español murió al mismo tiempo que lo hacía el siglo XIX. La presencia en Roma de un buen grupo de prelados españoles durante el Concilio Vaticano I propició la paulatina introducción del modelo romano en España, probablemente ya con borla morada en muchos casos, lo que dejaría abonado el terreno para que con la Praeclaro Divinae Gratiae de tres de febrero de 1898 de León XIII, que obligó a todos los obispos a cambiar muy gustosamente el bonete negro por el morado, se terminase por extinguir la variante episcopal del modelo español. 







Ilustran el artículo de arriba abajo: Retrato pictórico de don José Flórez Osorio, obispo de Cuenca entre los años 1738 y 1759; don Pedro Casas Souto, obispo de Plasencia entre 1875 y 1906; y don León Federico Aneiros, que rigió el arzobispado de Buenos Aires desde 1870 a 1894, primero como administrador  siendo obispo titular de Aulón y luego como su segundo arzobispo. Del mismo también se muestra, orante, sobre su propia tumba.

miércoles, 6 de octubre de 2010

La capa verde, o lo que puede un párroco


Algunos amigos me preguntaron la semana pasada por qué se combinaron dos colores distintos de ornamentos durante la beatificación en Sevilla de la madre María de la Purísima. Como yo había visto la ceremonia por televisión y recordaba a todos los concelebrantes, diáconos y acólitos con ornamentos blancos, no alcanzaba a entender la pregunta, hasta que pude comprobar que se referían a las franjas decorativas que lucían las casullas de los concelebrantes, que las había tanto rojas como verdes, pero que no dejaban de ser más que eso, adorno. Me pareció curioso que mediante una suerte de sinécdoque cromática esas decoraciones de color pudiesen convertir para algunos toda una amplísima casulla blanca en un ornamento de tiempo ordinario o pentecostés y rápidamente me acordé del saladísimo sainete en tres actos del que fuera actor principal un admirado y querido sacerdote y que para solaz del respetable copio a continuación.


* * *
Dramatis personae
Cura párroco, Melo, sacristán bizco, monaguillos, beata enlutada.

Acto primero
Allá por donde el Cid perdió los quijotes, en cierta parroquia castellana de cuyo nombre no quiero acordarme, había un párroco tan rácano como vivales. Cuando la capa pluvial verde se echó a perder, no quiso su reverencia gastarse ni un real. Como la aspersión dominical requiere gran parte del año litúrgico el uso de un pluvial verde, algo había que hacer y pronto. En un gesto muy de aquellos tiempos triunfales, de ordeno y mando, el párroco se apropió del oratorio del hospital una capa de esas que llaman góticas, de raso fino, sin forro, que aparecieron por los años cincuenta, obras mediocres de talleres monjiles con sospechosas conexiones transpirenaicas. Sólo había un ligero problema, y es que la capa no era verde, era blanca. Pero a vivales nadie le ganaba al buen párroco, que ponderó urbi et orbi la belleza y colorido de los galones en las fimbrias, que de bellos nada, pero que efectivamente eran de color verde y oro. Así pues, la capa fue rebautizada cual hereje convertido. Vade retro, capa blanca, bienvenida, capa verde. Ingredere in templum Dei. Y tan tranquilos.

Segundo acto
De vacaciones en España, llega servidor a esa localidad para visitar a unos familiares. El párroco, zalamero y untuoso, me invita al sermón, que entonces aún había en muchos pueblos sermón y bendición los domingos por la tarde. Tras el rosario, dirigido supersónicamente por el párroco, sermoncillo corto de Melo para alivio del personal oyente y sufriente. Avemaría, distinguidas autoridades, qué honor, cuidadito mozos y mozas, patronos amad a los obreros, estos diez mandamientos se encierran en dos, pastor angélico que tanto quiere a España, aquí paz y después gloria, amén. Y púlpito abajo, a revestirme para la bendición. Como hacía un calor tremendo, agosteño y mesetario, me negué a ponerme el albo pluvial, precioso pero pesadísimo, que en su ingenuidad había sacado el sacristán después del sermón, pensando honrarme con el sofocante lamé de plata cargado de ricos bordados. Revolviendo en los viejos armarios, fragantes de cedro y espliego, encontré la capa ideal. Era blanca y ligera, sin forro, con una discreta cenefa verde y oro. Me la puse y hala, procedamus. El sacristán, petrificado, estaba visiblemente aturdido, y los monaguillos se miraban y me miraban como si yo fuese un marciano con bonete, aunque entonces no había extraterrestres, que como es bien sabido los trajo el concilio. En fin, cosas de pueblerinos, me dije para mis adentros. Que procedamus, leñe. Salimos al presbiterio y me encontré con la mirada desencajada del párroco, aferrado a su reclinatorio en el lado del evangelio. Como cualquier varón, en pantalón o sotana, habría hecho en ese caso, yo me llevé la mano instintivamente a la farmacia, pero estaba bien cerrada y cubierta de encajes. Cosas del calor, pensé, aunque ya menos seguro y algo alterado. Pange Lingua, estación, Tantum Ergo, bendición, alabanzas, Adoremus y yo tan fresquito en mi pluvial.

Tercer acto
En llegando a la sacristía, el párroco, el sacristán, los monagos y una señora chiquitita toda enlutada, sin duda caporala de la cofradía reinante y cotilla máxima, me rodean, consternados y afligidísimos. ¡Don Carmelo, ay don Carmelo, que se ha puesto usted la capa verde! Me los quedé mirando de hito en hito, dudando de mi propia cordura. "Es blanca". "¡Pero es la capa verde!". Alegaban y se enardecían el párroco y la beata enana, jaleados por el sacristán, alzando la voz e increpándome como si yo hubiera salido a celebrar en pijama. Los monagos enredaban a gusto, felices de sumarse al pío frenesí.  En lo más álgido de la trifulca, contestando a la algarabía colectiva con mi silencio, tercié el manteo, me calé la teja, miré al soslayo, fuime, y no hubo nada.


Epílogo

Pocos días después llegó a la cancillería de esa diócesis una respetuosa aunque enérgica nota de queja, redactada por el párroco y refrendada con varias firmas de titubeante caligrafía y garabateantes rúbricas. Los representantes más significados de la fauna parroquial manifestaban en ella su más firme repulsa ante mi desprecio por las normas litúrgicas y costumbres locales. Leyóla el obispo, se informó discretamente, y al oír lo del camaleónico pluvial se carcajeó tanto como yo cuando me lo contó un año después en Roma. Mucho he olvidado en mi larga vida, pero jamás olvidaré la surrealista historia de mi encuentro con la capa verde, en cierta parroquia castellana de cuyo nombre no quiero acordarme, allá por donde el Cid perdió los quijotes.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Un sacrilegio histórico y algunas reflexiones contemporáneas

Uno de los primeros días del pasado verano, estando en el extranjero, recibí varios mensajes de amigos y parientes que me informaban de la increíble profanación de la imagen sevillana de Jesús del Gran Poder. Digo increíble porque es algo que jamás pensé que pudiese llegar a pasar, y es que la II República acabó casi cuarenta años antes de que uno naciera y no estoy acostumbrado a ciertas cosas. Luego supimos que se trataba de un trastornado, muy probablemente influenciado por el ambiente irrespirable que está provocando este tipo de sacrilegios.

Cuando la imagen fue restaurada y devuelta al culto, se celebró una misa que ofició el arzobispo de Sevilla y en cuyo sermón dijo que “nuestros sagrarios, a veces son profanados y la reacción de los fieles es más que tibia”. No nos vamos a detener a recensionar esta frase, que ya ha sido tan ampliamente elogiada como vituperada -por ser ciertamente una verdad absoluta lo primero, y por haberla pronunciado quizá fuera de lugar, lo segundo- pero sí quisiera sacarla de este espinoso contexto para llevarla a nuestro terreno de la historia eclesiástica y extraer de ella alguna enseñanza que nos pueda ser hoy válida.

Retrotraigámonos a la Sevilla del siglo XVIII, la sevilla barroca y cristiana donde el culto a las imágenes formaba parte de la religiosidad de todos sus habitantes, desde aquellos de extracción más popular a los nobles o clérigos más formados. En ese contexto, un hecho verdaderamente tremendo y que conmovió a toda la ciudad tuvo lugar el viernes tres de marzo de 1713. Ese día robaron la tablilla del Hic est Chorus y un copón consagrado del convento de los frailes menores de Sevilla, los de la desaparecida Casa Grande de San Francisco. Como podemos leer en la documentación asentada en el Archivo de la Catedral de Sevilla, inmediatamente los frailes se percataron del robo “los padres vistieron los altares de luto y en las antepuertas colgaron bayetas negras y por toda la ciudad comenzaron rogativas y plegarias pidiendo a la Divina Majestad se manifestase para ser restituido con la decencia posible en sagrado lugar”. Se pregonaron recompensas para quien diera pista fiable y se movilizó a la justicia con tal motivo.
Algunos días después, un fraile vio que alguien trataba de vender la tablilla robada en un comercio y prendieron al vendedor, que fue llevado a la cárcel, éste dijo que a él se la había vendido previamente otro señor, pero mientras unos justicias le interrogaban, otros fueron a su casa a hacer inspección y allí encontraron el capillo del copón escondido tras unos ladrillos. Al serle mostrada la prueba al preso -que se llamaba Francisco de León, era barbero, originario de Portugal y nacido en Jerez- se derrumbó y confesó “que el sábado por la mañana, en ayunas, hincado de rodillas, había consumido las formas, y que, por no tomarlas con su mano, las había tomado con unas tijeras que mostró. Que luego había enjuagado el vaso con agua y bebíosela”. Tras de lo cual el copón lo había fundido y convertido en barrotes de plata, que aparecieron en un escondite que indicó. Una nota marginal escrita en el documento algún tiempo después nos aclara el final dramático de la historia: “fue ahorcado”. El cronista Ortiz de Zúñiga, que, aunque con alteraciones notables de los hechos, se hace eco de tan sonado suceso, señala que, conforme a la práctica disuasoria del momento, su cabeza se expuso en la picota de la Macarena y las manos, una en la del Arenal y otra en la de Carmona.

Indudablemente que entonces la reacción de los fieles no fue “más que tibia”, pues hemos leído que se vistieron de luto los altares del templo profanado y que hubo rogativas y plegarias por toda la ciudad. No cabe duda de que en la Sevilla del siglo XVIII la veneración de las imágenes sagradas no solapaba ni menguaba el culto al Santísimo Sacramento y que la creencia en la presencia real era generalizada y firme. Nótese al respecto que el ladrón no tiró sacrílegamente las formas de cualquier manera, sino que ayunó una noche completa conforme a la práctica entonces vigente, no se atrevió siquiera a tocar las formas con sus manos e incluso hizo la ablución del copón antes de fundirlo por si quedaban partículas. Habrá quien pueda pensar, quizá desconociendo la debilidad de la naturaleza humana, que tales actos de fe no son más que muestras hueras y vacías de contenido, sólo atentas a las formas, y aportarán como prueba que a nuestro personaje no le sirvió para evitar el pecado. Sin embargo, yo quiero creer que aquellas muestras de reconocimiento de la divinidad le propiciarían compartir el destino de Dimas, más allá que en lo de morir ejecutado por su delito.

Las personas santas no requieren de grandes signos externos para comprender la divinidad, a la que tan unidas se encuentran por vínculos espirituales, pero el resto, tan sujetos a lo sensible, necesitamos tantas veces ver que a Dios se le trata como tal para poder reconocerle. Las cofradías han continuado, contra viento y marea, tratando con mimo y respeto a las imágenes por lo que éstas representan y ahí están los frutos. En otros ámbitos se le ha insistido tanto a los fieles en que no es necesario arrodillarse ante el Santísimo, que se puede comulgar tomándolo directamente en la mano, que cualquiera lo puede distribuir… que no es de extrañar que cuando hoy se profana un sagrario para robar los vasos que contienen el cuerpo de Nuestro Señor, los fieles reaccionen con tibieza, la misma tibieza con la que tantas veces han visto tratar a la Sagrada Eucaristía, la misma tibieza que les hace dudar.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Spain was different I. Sobre algunas pretéritas particularidades hispanas del traje coral prelaticio

Comprobamos en las actuales ceremonias papales de Roma una sorprendente uniformidad formal y cromática entre los capisayos de obispos, arzobispos y cardenales; uniformidad que apenas interrumpen -como excepción que confirma la regla- los prelados de rito oriental, con sus sugerentes particularidades que tan celosamente como seña de identidad mantienen. Sin embargo, no siempre fue así. A las diferencias de color que caracterizaban a los prelados religiosos y que duraron hasta 1969, debemos añadir la carta de morados que supondría la asistencia coral a cualquier ceremonia de los obispos venidos de distintas partes del mundo. Esta circunstancia duró hasta que un decreto de la Sagrada Congregación Ceremonial de 24 de junio de 1933 estableciese, mediante un retal de tela que cualquiera puede ver fijado a la página de las Acta Apostolicae Sedis donde se reproduce el decreto, cuál había de ser el tono preciso del morado episcopal de sus excelencias reverendísimas que a partir de aquel momento quedaría asimilado al paonazzo romano. Y es que al no tratarse de un color primario como el caso del rojo de los cardenales, sino de una combinación de azul y rojo había propiciado la existencia de casi tantos morados como obispos.

Los prelados hispanos interpretaban el colore violaceo como una composición cromática donde la parte de azul era muy superior a la de rojo, llegando en ocasiones a encontrarnos con ejemplos donde el tono de los capisayos era tan celeste como el cielo de una bonita mañana de primavera; las galerías de retratos de nuestros palacios episcopales, seminarios y catedrales están llenas de ejemplos. Ahora bien, aunque sea ésta una diferencia notable respecto al uso romano, no se trataba de una particularidad únicamente hispánica, dado que azules semejantes también podemos ver en las sotanas, capas, manteletes y mucetas episcopales de otros prelados extranjeros, como los franceses por ejemplo. Sin embargo sí que existían en España notables particularidades de corte y uso entre las distintas prendas que conforman el traje coral episcopal y cardenalicio. Vayamos por partes.

En cuanto a la sotana, el fajín y la muceta poco o nada cabría señalar, salvo el uso extendido a todo el episcopado de esta última prenda, en combinación con el mantelete, al que quedaba superpuesto. Sí, como los cardenales en Roma siempre que no hubiese Sede vacante, en España los obispos acostumbraban a superponer al roquete el mantelete y a éste, la muceta. Así, si el uso romano y general preveía la muceta para el obispo dentro del territorio de su jurisdicción y el mantelete en su lugar fuera de él, en España la costumbre era menos sofisticada, ya que se podría resumir en que todos lo usaban todo, dado que ambas prendas, una sobre la otra, eran las que igualmente llevaban los obispos auxiliares, contrariamente al uso general de llevar sólo el mantelete. Colegialidad patria avant la lettre.

A partir del Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona se fue introduciendo en España el ya mencionado uso general, que quedaría luego consolidado durante el último concilio ecuménico Vaticano, y que duraría bien poco, al desaparecer la prenda cuando en la segunda sesión de dicho concilio se pidió a los obispos que depusieran el mantelete y usasen la muceta, en signo de jurisdicción colegial; y, definitivamente, cuando en 1969 su uso quedase abrogado por la revolucionaria Ut sive sollicite. De tan sorprendente como feliz podemos calificar la idea del actual primado de España de rescatar el uso simultaneo de muceta y mantelete, lo haya hecho por un improbable arrebato de gusto por las tradiciones vestimentarias hispanas o simplemente por combatir el recio frío pucelano.

Hay que señalar, además, que el mantelete hispano difería del romano en que mientras que este último mostraba las vistas del forro carmesí, el hispano carecía de éstas y en cambio contaba con la presencia de ojales y botones decorativos desconocidos fuera de España, y que también aquí fue perdiendo a lo largo del siglo XX a medida que nuestros prelados se iban “romanizando”. Aunque no hay reglas fijas, pues comprobamos tras contemplar retratos históricos como el del cardenal Niño de Guevara, que siempre hubo prelados hispanos que prefirieron para su traje coral el modelo romano.

Por último, la capa magna, esa solemnísima prenda que ya hoy los obispos no usan ni en sus diócesis ni en las festividades más solemnes -en la mía no la vemos desde 1980- sería la pieza que gozaría de mayores particularidades respecto al modelo romano. Un buen conocedor de estas prendas me explicó que las diferencias se concretaban en que “el capirote romano es de proporciones generosas, llega hasta el codo y a veces lo sobrepasa, es redondo, sin dobleces laterales, sin alamares en los hombros, y el capuchón, que es más bien pequeño, es un apéndice al extremo de la caída del capirote, y se abotona al hombro derecho. El capirote hispano es más corto que el romano, tiene forma por delante de ancho babero, con los lados doblados mostrando parcialmente el forro, lleva alamares, y detrás termina en pico; el capuchón es de tamaño regular y está unido al babero; suele llevar una discreta gorguerilla o golilla de encaje alrededor del cuello. El romano está enteramente cubierto de pieles en su versión invernal, el hispano sólo el babero y el interior del capuchón. La capa romana es redonda y llega a los pies, como una casulla antigua ancha; hay que recogerla por delante al andar. La capa hispana es eso, una capa abierta, con los vuelos del forro a la vista. Ambos tipos de capa terminan en larga cola.” En definitiva, una pieza que, salvo en la cauda, es en todo semejante a las invernales capas de coro de nuestros canónigos españoles, quienes sin duda la imitaron. Hoy podemos ver la copia, mas no el original.

Continuará...



lunes, 6 de septiembre de 2010

El amito

A veces pienso que no serán pocos los fieles que cuando ven en misa un alzacuellos o una tirilla asomando por la escotadura de la casulla del oficiante consideren que éste va vestido “como Dios manda”, y hasta se alegrarán por ello, lo que podemos entender, qué duda cabe, a tenor de la más que previsible alternativa sport, tantas veces florida y hermosa. Sin embargo, ni esa camisa de clergyman, ni el improbable hábito de religión, ni la ciertamente improbabilísima sotana deberían estar visibles durante la celebración de la misa. Seguro que habrá muchos fieles de mi generación y aún de otras anteriores que ni sabrán que una vez fue común y generalizado el uso de una vestidura sagrada llamada amito que todo ministro católico vestía bajo el alba, aunque no falten testimonios antiguos de haberlo hecho también por encima de ésta, como aún se practica en el rito ambrosiano. Salvo para alguien empeñado en la búsqueda de exquisiteces litúrgicas, lo normal será que un simple fiel de misa de domingo sólo pueda ver el amito alrededor del cuello de algún sacerdote del Opus Dei, pues ellos sí que acostumbran a utilizarlo; de algunos -pocos- obispos; o del papa, pero esto ya por televisión, claro. La verdad del cuento es que la prenda ya no es objeto en la liturgia postconciliar de recepción ritual alguna como sí sucede en la tradicional durante la ordenación subdiaconal, lo que la ha devaluado desde el punto de vista del vínculo sentimental que se establece en esos momentos entre clérigo y objeto sagrado ligado a sus primeros pasos en el camino del sacerdocio. Además la normativa litúrgica actual determina que sólo es necesario su uso cuando el alba no cubra el cuello completamente y ahí ya empiezan las interpretaciones y... déjelo ahí que hace mucho calor.

La prenda, que debe estar bendecida por el obispo o por un sacerdote facultado para ello y ha de ser lavada separadamente de los vestidos profanos, es tan sencilla que apenas parece susceptible de ser descrita, al tratarse simplemente de un lienzo fino de forma cuadrangular hecho de lino o cáñamo blanco, que puede estar adornado, excepto en la parte que ciñe el cuello, con encajes en su borde perimetral. En España, por lo general, sus dimensiones son generosas -noventa por setenta centímetros recomendaban las Advertencias del arzobispo Aliaga en 1631- si bien estas medidas varían de una parte a otra y rara vez están fijadas, aunque como en todo hay excepciones, pues como un lienzo de ochenta por sesenta centímetros queda definido el amito en el ceremonial de los frailes menores conventuales. Cuenta con una cruz bordada en el centro que se besa en el momento de revestirse.
El sacerdote y demás ministros sagrados cubren con el amito el cuello y los hombros, ajustando su extremo derecho sobre el izquierdo y fijándolo con dos cintas largas, como de metro y medio, para cómodamente poder dar la vuelta al cuerpo, cruzarlas y hacer con ellas un nudo sobre el pecho. Las cintas de los amitos de los prelados suelen ser de color rojo o carmesí y hay lugares donde éstas se conforman con el color litúrgico correspondiente, sin faltar las pacientes labores monjiles de decoración pictórica y bordado de las cintas, que también pueden estar rematadas con borlas o bellotas.

Quienes tienen derecho al roquete también utilizan el amito sobre esta prenda cuando han de revestir la capa pluvial, la casulla o la dalmática. También los prelados visten el amito sobre el roquete y bajo el alba cuando celebran pontificalmente. Por último, conviene señalar que la práctica de colocar el amito sobre la sobrepelliz y bajo el alba al revestirse el sacerdote y los ministros para la misa, algo que ahora vemos en algunas partes donde se celebra la liturgia tradicional, es en sí correcta a tenor de las rúbricas, sin embargo rarísima vez se llevaba a cabo, pues aunque alguien debió de considerar que podía llegar a ser cómodo el hacerlo, realmente no resulta así.

Históricamente, el término amito procede del latino amictus, de amicere, cubrir, si bien ha recibido otros nombres latinos como humerale, superhumerale, porque cubría los hombros, anaboladium y anagolai, como viene referido en el Ordo romanus, por ceñir el cuello. El amito velaba por completo la cabeza de los clérigos, que muy probablemente abusaban de él, dado que en el Concilio de Roma del año 774 se llegó a prohibir que esta prenda cubriese la cabeza del celebrante o asistente durante toda la misa. Sin embargo, hasta la total generalización del bonete, la práctica continuó para la procesión de entrada. Así, los ministros pasaban de la sacristía al altar cubiertos con él, lo que lo convirtió simbólicamente en una suerte de yelmo de salvación contra los asaltos del demonio, como señala la oración prevista para ser recitada por el clérigo al momento de revestirse con el amito: Impóne Dómine, capiti mea gáleam salutis ad expugnándos diabólicos incúrsus (Impón, oh Señor, sobre mi cabeza el yelmo de la salvación, para vencer los asaltos del demonio). Este uso es aún seguido por los religiosos de capucha que, al no disponer de bonete, se cubren con el amito.

Durante la Edad Media este lienzo estaba decorado con una franja bordada que formaba una suerte de solapa o cuello llamado en latín collaria o colleria, en otras latitudes parura o aurifrisium o, más comúnmente en castellano, amito collar. Esta ancha cenefa se le añadía a la parte superior del amito, frecuentemente mediante una sola costura, de tal modo que se podía abatir sobre la casulla, sin por ello impedir que el amito cubriese completamente el cuello de la sotana. De estos amitos paramentados, el ejemplar más antiguo de que hay constancia en España resale al siglo X, concretamente al 957, año en el que se redactó el inventario de bienes de Wadamir, obispo de Vich, en el que figuraban cuatro amitos bordados en oro. Su uso debió de estar muy extendido, pues en la segunda mitad del siglo XVIII está documentado cómo continuaba en catedrales tan distantes como las de Maguncia, París o Sevilla. En ésta última lo continuaron utilizando los diácono s de honor o vestuarios del arzobispo hasta finales del siglo XX y aún se pueden ver durante la semana santa en algunas parroquias del arzobispado hispalense como la sevillana de San Isidoro, mientras que en otras como la parroquia de Santa Ana de Triana, aún sin uso, conservan en sus cajoneras bellos ejemplares como el que hemos traido aquí para encabezar este artículo. Como vestigio de estos aurifrisia quedó también la primitiva ubicación de la cruz junto al borde del lienzo donde antaño se añadía esta decoración, el delimitado por las cintas, posición que posteriormente sería abandonada por los inconvenientes de orden práctico que implicaba y que quedan de manifiesto en las ya citadas Advertencias, que piden pasar la cruz al centro del amito “para que mudándose las cintas de una parte a otra, sirva el amito por las dos partes y dure más tiempo y para que se pueda adorar la cruz sin asco. Porque la parte donde suele ponerse la cruz, se acomoda en el cuello; y se carga luego de sudor”. Por último, conviene señalar que evolución de estos amitos collares son las collaretas o gorjales de las dalmáticas, que aún hoy son frecuentemente utilizados en el rito ambrosiano, en León (Francia) y en distintas partes de España.

El origen del amito lo creyó encontrar Rabano Mauro en una supervivencia del superhumeral del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, llamado efod, y hasta del amictus que menciona Virgilio y que no era otra cosa que la toga adornada de púrpura que llevaban los sacerdotes y otras personalidades oficiales del mundo romano. Actualmente, sin embargo, la historiografía coincide en considerarlo como evolución del focale o palliolum que era usado en la vida profana por toda clase de personas. Como ornamento litúrgico se menciona el amito por vez primera el el ya citado Ordo Romanus I, a finales del siglo VIII, bajo el nombre de anagolaium, aunque se usaba como tal ya mucho antes, probablemente desde época paleocristiana. Durante el periodo carolingio se extendió su uso al resto de occidente, donde ya a principios del siglo IX Rabano Mauro y Amalario de Metz lo citan entre los ornamentos sagrados bajo el nombre de superhumerale y amictus respectivamente.

Posteriormente, como es de esperar, recibió variadas interpretaciones alegóricas que han cambiado notablemente a través del tiempo y que van desde el velo que cubrió el rostro del Salvador, a la corona de espinas que le impusieron en la cabeza, pasando por el yelmo protector ya citado, la voz del sacerdote que canta las divinas alabanzas, o su moderación en las palabras, como consideraba Amalario. Relacionada con esta última analogía simbólica está la fórmula que dirige el obispo al subdiácono cuando lo ordena: Aceipe amictum per quem designatur castigatio vocis (Recibe el amito por el cual se significa la mortificación en el hablar). Sin embargo, además de estas interpretaciones devotas, no se puede negar su practicidad como prenda que esconde hasta el más mínimo rastro de indumentaria no sagrada, dado que cuando en un mismo templo varios clérigos comparten ornamentos, con el amito cada cual evita el contacto con el sudor ajeno impregnado en los cuellos de las albas, casullas y demás ornamentos, a la vez que protege a éstos para que el traspaso del sudor de quien los usa sea mínimo. Si nos paramos a pensar en la realidad actual, sólo nos cabe imaginar que a falta de amitos, aumento de las dermatitis y ganancia de lavanderas.


Lat. Amictus, humerale; Fr. Amict; It. Amitto; Ing. Amice; Por. Amito; Al. Amikt, Schultertuch