Comprobamos en las actuales ceremonias papales de Roma una sorprendente uniformidad formal y cromática entre los capisayos de obispos, arzobispos y cardenales; uniformidad que apenas interrumpen -como excepción que confirma la regla- los prelados de rito oriental, con sus sugerentes particularidades que tan celosamente como seña de identidad mantienen. Sin embargo, no siempre fue así. A las diferencias de color que caracterizaban a los prelados religiosos y que duraron hasta 1969, debemos añadir la carta de morados que supondría la asistencia coral a cualquier ceremonia de los obispos venidos de distintas partes del mundo. Esta circunstancia duró hasta que un decreto de la Sagrada Congregación Ceremonial de 24 de junio de 1933 estableciese, mediante un retal de tela que cualquiera puede ver fijado a la página de las Acta Apostolicae Sedis donde se reproduce el decreto, cuál había de ser el tono preciso del morado episcopal de sus excelencias reverendísimas que a partir de aquel momento quedaría asimilado al paonazzo romano. Y es que al no tratarse de un color primario como el caso del rojo de los cardenales, sino de una combinación de azul y rojo había propiciado la existencia de casi tantos morados como obispos.
Los prelados hispanos interpretaban el colore violaceo como una composición cromática donde la parte de azul era muy superior a la de rojo, llegando en ocasiones a encontrarnos con ejemplos donde el tono de los capisayos era tan celeste como el cielo de una bonita mañana de primavera; las galerías de retratos de nuestros palacios episcopales, seminarios y catedrales están llenas de ejemplos. Ahora bien, aunque sea ésta una diferencia notable respecto al uso romano, no se trataba de una particularidad únicamente hispánica, dado que azules semejantes también podemos ver en las sotanas, capas, manteletes y mucetas episcopales de otros prelados extranjeros, como los franceses por ejemplo. Sin embargo sí que existían en España notables particularidades de corte y uso entre las distintas prendas que conforman el traje coral episcopal y cardenalicio. Vayamos por partes.
En cuanto a la sotana, el fajín y la muceta poco o nada cabría señalar, salvo el uso extendido a todo el episcopado de esta última prenda, en combinación con el mantelete, al que quedaba superpuesto. Sí, como los cardenales en Roma siempre que no hubiese Sede vacante, en España los obispos acostumbraban a superponer al roquete el mantelete y a éste, la muceta. Así, si el uso romano y general preveía la muceta para el obispo dentro del territorio de su jurisdicción y el mantelete en su lugar fuera de él, en España la costumbre era menos sofisticada, ya que se podría resumir en que todos lo usaban todo, dado que ambas prendas, una sobre la otra, eran las que igualmente llevaban los obispos auxiliares, contrariamente al uso general de llevar sólo el mantelete. Colegialidad patria avant la lettre.
A partir del Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona se fue introduciendo en España el ya mencionado uso general, que quedaría luego consolidado durante el último concilio ecuménico Vaticano, y que duraría bien poco, al desaparecer la prenda cuando en la segunda sesión de dicho concilio se pidió a los obispos que depusieran el mantelete y usasen la muceta, en signo de jurisdicción colegial; y, definitivamente, cuando en 1969 su uso quedase abrogado por la revolucionaria Ut sive sollicite. De tan sorprendente como feliz podemos calificar la idea del actual primado de España de rescatar el uso simultaneo de muceta y mantelete, lo haya hecho por un improbable arrebato de gusto por las tradiciones vestimentarias hispanas o simplemente por combatir el recio frío pucelano.
Hay que señalar, además, que el mantelete hispano difería del romano en que mientras que este último mostraba las vistas del forro carmesí, el hispano carecía de éstas y en cambio contaba con la presencia de ojales y botones decorativos desconocidos fuera de España, y que también aquí fue perdiendo a lo largo del siglo XX a medida que nuestros prelados se iban “romanizando”. Aunque no hay reglas fijas, pues comprobamos tras contemplar retratos históricos como el del cardenal Niño de Guevara, que siempre hubo prelados hispanos que prefirieron para su traje coral el modelo romano.
Por último, la capa magna, esa solemnísima prenda que ya hoy los obispos no usan ni en sus diócesis ni en las festividades más solemnes -en la mía no la vemos desde 1980- sería la pieza que gozaría de mayores particularidades respecto al modelo romano. Un buen conocedor de estas prendas me explicó que las diferencias se concretaban en que “el capirote romano es de proporciones generosas, llega hasta el codo y a veces lo sobrepasa, es redondo, sin dobleces laterales, sin alamares en los hombros, y el capuchón, que es más bien pequeño, es un apéndice al extremo de la caída del capirote, y se abotona al hombro derecho. El capirote hispano es más corto que el romano, tiene forma por delante de ancho babero, con los lados doblados mostrando parcialmente el forro, lleva alamares, y detrás termina en pico; el capuchón es de tamaño regular y está unido al babero; suele llevar una discreta gorguerilla o golilla de encaje alrededor del cuello. El romano está enteramente cubierto de pieles en su versión invernal, el hispano sólo el babero y el interior del capuchón. La capa romana es redonda y llega a los pies, como una casulla antigua ancha; hay que recogerla por delante al andar. La capa hispana es eso, una capa abierta, con los vuelos del forro a la vista. Ambos tipos de capa terminan en larga cola.” En definitiva, una pieza que, salvo en la cauda, es en todo semejante a las invernales capas de coro de nuestros canónigos españoles, quienes sin duda la imitaron. Hoy podemos ver la copia, mas no el original.
Continuará...
Hay que señalar, además, que el mantelete hispano difería del romano en que mientras que este último mostraba las vistas del forro carmesí, el hispano carecía de éstas y en cambio contaba con la presencia de ojales y botones decorativos desconocidos fuera de España, y que también aquí fue perdiendo a lo largo del siglo XX a medida que nuestros prelados se iban “romanizando”. Aunque no hay reglas fijas, pues comprobamos tras contemplar retratos históricos como el del cardenal Niño de Guevara, que siempre hubo prelados hispanos que prefirieron para su traje coral el modelo romano.
Por último, la capa magna, esa solemnísima prenda que ya hoy los obispos no usan ni en sus diócesis ni en las festividades más solemnes -en la mía no la vemos desde 1980- sería la pieza que gozaría de mayores particularidades respecto al modelo romano. Un buen conocedor de estas prendas me explicó que las diferencias se concretaban en que “el capirote romano es de proporciones generosas, llega hasta el codo y a veces lo sobrepasa, es redondo, sin dobleces laterales, sin alamares en los hombros, y el capuchón, que es más bien pequeño, es un apéndice al extremo de la caída del capirote, y se abotona al hombro derecho. El capirote hispano es más corto que el romano, tiene forma por delante de ancho babero, con los lados doblados mostrando parcialmente el forro, lleva alamares, y detrás termina en pico; el capuchón es de tamaño regular y está unido al babero; suele llevar una discreta gorguerilla o golilla de encaje alrededor del cuello. El romano está enteramente cubierto de pieles en su versión invernal, el hispano sólo el babero y el interior del capuchón. La capa romana es redonda y llega a los pies, como una casulla antigua ancha; hay que recogerla por delante al andar. La capa hispana es eso, una capa abierta, con los vuelos del forro a la vista. Ambos tipos de capa terminan en larga cola.” En definitiva, una pieza que, salvo en la cauda, es en todo semejante a las invernales capas de coro de nuestros canónigos españoles, quienes sin duda la imitaron. Hoy podemos ver la copia, mas no el original.
Continuará...
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