jueves, 14 de febrero de 2013

Celebremos, recemos y confiemos.



      
Ante el enorme desconcierto y la tristeza profunda que nos causó la renuncia del Santo Padre, un sacerdote amigo de este blog nos escribió unas líneas que al ayudarnos a comprender tan insólita decisión nos han sosegado y reconfortado. Convencido del bien que su lectura puede hacerle al querido lector, las reproducimos a continuación.

Todo el mundo anda triste y no lo entiendo. El Santo Padre está exhausto y sencillamente no puede cumplir con las onerosísimas obligaciones de su augusto ministerio. Las opciones son pocas:

1) Reducir al mínimo y de manera drástica su presencia pública, así como las audiencias y reuniones privadas. Sería insostenible y dañino, habida cuenta de que la reducción se incrementaría inevitablemente con el paso del tiempo, de manera que en unos meses el papa no haría absolutamente nada. Y con los buenos cuidados y la medicina moderna, esa intolerable situación podría mantenerse tres años o más, con lo que la Iglesia sería gobernada por los eunucos de palacio.

2) Seguir como hasta ahora, desmoronarse rápidamente y morirse en un año, dejando a la Iglesia expectante y alarmada tras un clima de desgobierno y de fin de pontificado que siempre genera intenso malestar y augura infaliblemente la elección de un candidato completamente distinto, como fue el caso de Pío XII, cuya decadencia de los dos últimos años de vida exasperó en grado sumo al colegio cardenalicio y a la Curia, predisponiendo al crispado y rabioso personal a que se eligiera un papa lo más opuesto a Pacelli que se pudo encontrar, preparando así el terreno para el dichoso aggiornamento. Comprendo que podría traerse a colación para rebatir mi tesis el caso de Juan Pablo II, pero respondo diciendo que ese hombre excepcional dejó una impronta tal que habría sido desaconsejable elegir a un sucesor que no honrara su memoria y continuase su legado. Desengañémonos, ése no es el caso de Benedicto XVI, a quien le falta el extraordinario carisma público, los logros espectaculares, el larguísimo y popular pontificado, así como la circunstancia eclesial y sociopolítica de Juan Pablo II. El papa alemán entró con mal pie (nazi, inquisidor, tímido, profesor, zapatos de Prada y la ya sabida retahíla de infamias), anduvo en terreno minado (los espantosos escándalos, clero y religiosos contestatarios, crisis económica, laicismo y anticlericalismo rampantes, Obama, Williamson, el mayordomo hideputa, aborto-contracepción-maricomio y demás abominaciones birlibirlocadas en derechos inalienables) y, a pesar de su trayectoria impecable, se le achaca en muchos círculos clericales de influencia la culpa de todos los males por no haber sabido o querido contemporizar.

3) Renunciar a su cargo, haciendo tabula rasa de los muchos problemas cuya responsabilidad injustamente se le ha endosado, y en cierto modo aceptando ser la víctima expiatoria, promoviendo así una atmósfera de grato y amable recuerdo, abriendo el paso a un nuevo pontífice que no será elegido sin tener en cuenta que Ratzinger está vivo, lo que evitará que nos salga un papa de línea opuesta a la suya, algo que sería casi inevitable en los otros dos casos descritos. Vayamos aún más lejos: el nuevo papa no podrá deshacer lo que ha hecho su predecesor mientras éste siga vivo y silencioso pero tremendamente presente dentro de los muros vaticanos. Llámenlo psicología, cortesía, deferencia, respeto o lo que sea, pero así es y así será.

Por lo tanto, les invito a que celebremos, recemos y confiemos.

martes, 12 de febrero de 2013

Del 13 de mayo al 11 de febrero. Una evocación.





    Uno de mis primeros recuerdos de la infancia es el de mi familia atónita, preocupada y recogida en torno al viejo televisor blanco y negro del office de casa de mis abuelos. Le habían dado un tiro al Santo Padre. Para ellos, la idea de que un papa pudiese morir de ese modo, y además siendo el sucesor de otro que había fallecido repentinamente apenas un mes después de su elección, era completamente desconcertante. Aunque yo era sólo un crío y lógicamente no terminaba de comprender la trascendencia de aquellos acontecimientos, percibía el ambiente de preocupación y rezaba con miedo por el papa convaleciente. Otra remembranza: mi madre, que con mano amorosa me despertaba diciéndome, supongo que a los dos o tres días de aquello, “tranquilo, que no se va a morir”.

    Hasta ahora, aquellos recuerdos habían permanecido almacenados y tapados, ocultos por muchos estratos de emociones y amores al Santo Padre. Ha tenido que hacerlos despertar el shock de ayer por la mañana, porque confieso que en el pozo de tristeza e incredulidad en que quedé sumido, volvían a estar los miedos de aquel niño. De un modo misterioso, un dimisionario Benedicto XVI me trajo a la memoria a un Juan Pablo II que herido se desangraba, y el topo Paoletto al criminal Ali Ağca. Con el tiempo, entendimos por qué todo aquello sucedió precisamente un 13 de mayo, día de la Virgen de Fátima, no me cabe duda de que también con el tiempo entenderemos por qué esta noticia nos la trajo ayer la Virgen de Lourdes, patrona de los enfermos.

    Como ayer todo era nuevo, como lo inimaginable sucedió, me sentí más libre para pensar en reacciones fabulosas y con absoluta ingenuidad creí verosímil que al rato se hubiesen agolpado los cardenales a la puerta del apartamento pontificio y que, de rodillas, le prometerían que para ellos no había más papa que el Papa, e incluso que le hubiesen hecho simbólica donación de sus piernas y brazos aún en cierta forma, para que fuesen sustitutos eficaces de los viejos miembros, doloridos y enfermos, del apóstol Pedro. Pero no pasó nada. Cabe esperar -pues me niego a renunciar a mi ingenuidad y a mundos mejor imaginados- que el mariscal del Cónclave se vea obligado a acudir al Monasterio de Mater Ecclesiae a informar al viejo cardenal Ratzinger de que en todas las papeletas estaba escrito el mismo nombre.

    Ya ve el querido lector que frente a tanto vaticanista experto imaginando ocultísimas razones, este Pomar ha preferido empadronarse en la Arcadia. Acaso como refugio de ensueño contra remordimientos, y es que dijo Nuestro Señor “Si no os volvéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos.” ¿Cómo no sentir algo de desasosiego por no haber rezado para sostener a Pedro con la intensidad que lo hizo hace tantos años aquel niño que fui? Que sea la mano amorosa de Nuestra Madre la que nos tranquilice al despertar.