sábado, 24 de septiembre de 2011

Procesión de la Merced en Barcelona



Hoy celebra Barcelona la fiesta de su patrona, la Virgen de la Merced, que también lo es de mi ciudad. Esta fotografía, recortada de un viejo Blanco y Negro, permite apreciar la procesión barcelonesa de la Merced pasando junto al anuncio de una casa bodeguera jerezana, y es evocador al respecto de esta suerte de hermandad en el patronazgo. Sirvan las imágenes siguientes para recordar lo que fue esta devoción mariana en Barcelona.





 Escondido tras la imagen se encuentra un obsequio para el querido lector.


sábado, 17 de septiembre de 2011

Tiro al blanco

(Imágenes insólitas de la vieja España católica VIII)




sábado, 10 de septiembre de 2011

El Papa, entre la silla gestatoria y la televisión



La decisión de Juan Pablo I de renunciar a la tiara, a la coronación y a la silla gestatoria, fue acogida con una mezcla de simpatía y decepción. Pareció a muchos un error bienintencionado, una deferencia que defraudaba, una humilde disminución de una persona que, por ello mismo, mostraba ser digna de una exaltación mayor. Pronto tuvo que aceptar la silla gestatoria, porque sin ella no podrían verlo los que acudían a la plaza de San Pedro. Hay que añadir que los más defraudados no eran los católicos muy convencidos, sino los que lo veían más o menos “desde fuera” y sentían vagamente que aquellos gestos modestos y, como ahora se dice, “desmitificadores” lo alejaban un poco, hacían más improbable que un día se sintiesen atraídos hasta verlo “desde dentro” (se entiende, desde dentro de la Iglesia).

Hay una curiosa tendencia actual a que las cosas sean lo menos posible. Son muchos los que dan por supuesto que el Rey debe ser lo menos rey que se pueda; mi opinión es muy distinta: si hay rey, si es bueno que lo haya, lo debe ser en plenitud, lo cual no quiere decir sin límites, normas y configuración, sino al contrario, con una figura bien definida y henchida de realidad, lograda y, por consiguiente, eficaz. Análogamente, el mejor Papa no será el que apenas sea Papa sino el que lo sea lo más saturadamente posible y a la vez con mayor pureza, sin entorpecer su misión y su figura con aditamentos postizos y propios de otras magistraturas.

Gracias a Dios, el Papa no tiene poder temporal; ni lo necesita ni puede tenerlo. Con ello queda exento su poder espiritual, sin confusión ni mezcla; y éste -sin asomo de fuerza- conviene que sea el máximo posible. Quiero decir que debe tener la mayor autoridad, el sumo prestigio.

La cosa es tan importante, que los no católicos están curiosamente interesados por el Papa. Creo que son muchos los que se alegran de que “haya Papa” –aunque no lo consideren “suyo”-, porque es una instancia de autoridad que vale para todos en un mundo donde ha predominado la fuerza más o menos bruta, donde se ha procedido a una liquidación general de los prestigios. Más curioso aún es que sea entre católicos donde aparece de vez en cuando la tendencia a “rebajar” al Papa, a podarlo, a reducirlo, a disolverlo en vagas funciones administrativas, a “dictarle” cómo debe ser y qué debe hacer. Creo que no se dan bien cuenta de que entre las maneras de servir, particularmente importante y delicada, que consiste en mandar, en el ejercicio adecuado de la autoridad. Si un piloto de los aviones en que frecuentemente viajo renunciara a disponer el vuelo y consultase a los pasajeros qué altitud, velocidad y ruta deseaban, mi primera reacción sería pedir un paracaídas y tratar de escapar a tal privilegio. La misma sería mi impresión en el quirófano, si el cirujano pretendiese que yo dirigiese la operación.

La figura del Papa ha experimentado un cambio enorme en los últimos decenios, por causas externas y a primera vista de poca importancia. Hasta hace poco, el Papa era un hombre remoto, distante, “prisionero en el Vaticano”, a quien de vez en cuando se veía en una fotografía hierática, que publicaba encíclicas en latín, erizadas de referencias bíblicas, traducidas en lenguaje muy convencional y leíadas, salvo algunos eclesiásticos, por muy pocos y muy fragmentariamente. Algunos mensajes eran transmitidos y comentados, y se recibían por los fieles con casi automático acatamiento, por los anticlericales –especie muy abundante, hoy en vías de extinción- con no menos automática hostilidad.

Hoy las cosas son muy diferentes. La difusión de la prensa ilustrada primero, el cine y la radio después, la televisión sobre todo, han hecho que el Papa tenga existencia visual y auditiva para millones y millones de hombres y mujeres de todo el mundo. Sabemos qué cara tiene el Papa, cómo es su figura, cómo anda, se mueve y gesticula, qué voz tiene, cómo habla en una u otra lengua, con mayor o menor dominio, con dosis variables de dignidad, elocuencia, simpatía, expresión, emoción o gracia. Funciona como una persona conocida, con proximidad, personalidad, posibilidad real de sentimientos concretos.

Esto quiere decir que las cualidades del hombre cuentan incomparablemente más en la imagen del Papa. A la función sucede la realidad personal que la cumple y realiza. El automático prestigio del Pontificado puede estar intensificado, pero puede ser minado, por las condiciones o la conducta de este hombre singular que ha sido elegido Sumo Pontífice. En lugar de ser una vaga figura envaguecida por los hábitos pontificios, el papa es un rostro inconfundible, una expresión, una manera de estar y dialogar y mirar. La televisión es la nueva silla gestatoria que muestra la realidad del Papa a las multitudes. Y no se olvide algo decisivo: mientras la silla lo exhibía ante una multitud reunida (foule, crowd), con reacciones peculiares de contagio, la televisión los muestra a cada persona en su soledad o en la mínima compañía de la familia o los amigos, en el ámbito privado de la casa; podríamos decir que interioriza al Papa, lo acerca, no al pueblo, sino a cada uno de nosotros.

Nuestra relación con el Papa es forzosamente diferente. Puede ser más entrañable, pero sin duda es crítica, tiene que serlo. Lo que significa y dice tiene que ser puesto a prueba, tiene que contrastarse con su presencia. Tiene que ganarse el prestigio y la autoridad como el pan nuestro de cada día.

¿Cómo? Para mí no cabe duda: siendo plenamente lo que tiene que ser. Y esto significa ser para los hombres el Vicario de Cristo, el que hace sus veces y lo representa, el que transmite, propone, trata de realizar el contenido de la revelación, las normas de una moral, la esperanza religiosa. Servus servorum Dei es uno de los títulos papales. Tiene que servir a los que son siervos filiales de Dios, lo cual quiere decir serlo más que ninguno. El Papa tiene que estar dispuesto a sacrificar todo lo que sea suyo, pero nada de lo que Dios le ha confiado.

Guste o no, naturalmente. Cada época tiene sus particulares aficiones, devociones, hostilidades, incluso manías. El Papa debe tener en cuanta todo esto, puesto que tiene que serlo para los hombres a quienes les ha tocado vivir en el tiempo de su pontificado; por lo pronto, para ser plenamente inteligible. Tiene que hablar, -se dice muchas veces- el lenguaje de la época. Ciertamente, pero sin simplificar demasiado las cosas, sin olvidar que el lenguaje tiene distintos registros o niveles; tiene que hablar el lenguaje de un Papa de la época.

Esto quiere decir que no puede olvidar el carácter sacro de su mensaje. La forma más eficaz de profanación (en el sentido literal de hacer profano lo que es sagrado) es la trivialización. El modelo permanente son las palabras de Cristo en los Evangelios. ¿Hay algo más cercano, inmediato, sencillo, transparente? Y, sin embargo, nunca son triviales, y lo que se descubre a través de su transparencia es el misterio del destino humano y la realidad suprema de Dios.

Son innumerables los temas que preocupan a los hombres; hay que acudir a todas partes para que su vida menesterosa lo sea un poco menos y no pierda su sentido; en cada momento está acechada por tentaciones, peligros, dificultades que cambian con el tiempo, y el Papa tiene que volver sus ojos allí donde ahora son necesarios. Pero esto no quiere decir forzosamente donde los hombres creen, menos aún dicen que hace falta. “Hay de todo en todo” enseñaba Anaxágoras; pero sabía que es cuestión de perspectiva. Hay una jerarquía religiosa de las verdades, de los problemas, de las urgencias, de las virtudes, de los pecados, de las esperanzas. A ésa debe ajustarse el cristiano, hasta donde le sea posible. La inversión de los valores es una grave infracción de la moral. Esto adquiere una seriedad mayor cuando, desde dentro de la religión, se subvierte la verdadera jerarquía religiosa.

No es la única, ciertamente. Hay hombres para quienes ni siquiera tiene sentido. Pero creo que no se puede pedir al Papa que se olvide el encargo que Cristo confirió a San Pedro, para adaptarse a la opinión o a los intereses de estos hombres con los que también tiene que contar, para los cuales también ha sido instituido Papa, a los que tiene que servir precisamente siendo el que tiene que ser.

Julián Marías



Habrá reparado el querido lector en la frescura de este artículo, que pese a sus ya 33 años de hemeroteca en este cambiante y frenético mundo, bien podía haberse escrito ayer, acaso en relación con las Jornadas Mundiales de la Juventud de Madrid, que no fueron pocos quienes en los meses previos a su celebración reflexionaron sobre este tipo de eventos de multitudes juveniles, sobre sus pros y sus contras, sobre la conveniencia e inconveniencia de un Papa grave o cercano, por la eventual pérdida de señas de identidad católicas que estos acontecimientos masivos puede acarrear. Es lo que tienen los grandes, que no envejecen, que son eternos porque hablan del Dios de siempre a los hombres de siempre. Sólo un aspecto pueda parecer chocante: el augurio de la desaparición del anticlericalismo fanático; acaso teniendo el problema en casa -27 años por aquel entonces- no quiso verlo, como a tantos padres les suele pasar.