miércoles, 22 de septiembre de 2010

Un sacrilegio histórico y algunas reflexiones contemporáneas

Uno de los primeros días del pasado verano, estando en el extranjero, recibí varios mensajes de amigos y parientes que me informaban de la increíble profanación de la imagen sevillana de Jesús del Gran Poder. Digo increíble porque es algo que jamás pensé que pudiese llegar a pasar, y es que la II República acabó casi cuarenta años antes de que uno naciera y no estoy acostumbrado a ciertas cosas. Luego supimos que se trataba de un trastornado, muy probablemente influenciado por el ambiente irrespirable que está provocando este tipo de sacrilegios.

Cuando la imagen fue restaurada y devuelta al culto, se celebró una misa que ofició el arzobispo de Sevilla y en cuyo sermón dijo que “nuestros sagrarios, a veces son profanados y la reacción de los fieles es más que tibia”. No nos vamos a detener a recensionar esta frase, que ya ha sido tan ampliamente elogiada como vituperada -por ser ciertamente una verdad absoluta lo primero, y por haberla pronunciado quizá fuera de lugar, lo segundo- pero sí quisiera sacarla de este espinoso contexto para llevarla a nuestro terreno de la historia eclesiástica y extraer de ella alguna enseñanza que nos pueda ser hoy válida.

Retrotraigámonos a la Sevilla del siglo XVIII, la sevilla barroca y cristiana donde el culto a las imágenes formaba parte de la religiosidad de todos sus habitantes, desde aquellos de extracción más popular a los nobles o clérigos más formados. En ese contexto, un hecho verdaderamente tremendo y que conmovió a toda la ciudad tuvo lugar el viernes tres de marzo de 1713. Ese día robaron la tablilla del Hic est Chorus y un copón consagrado del convento de los frailes menores de Sevilla, los de la desaparecida Casa Grande de San Francisco. Como podemos leer en la documentación asentada en el Archivo de la Catedral de Sevilla, inmediatamente los frailes se percataron del robo “los padres vistieron los altares de luto y en las antepuertas colgaron bayetas negras y por toda la ciudad comenzaron rogativas y plegarias pidiendo a la Divina Majestad se manifestase para ser restituido con la decencia posible en sagrado lugar”. Se pregonaron recompensas para quien diera pista fiable y se movilizó a la justicia con tal motivo.
Algunos días después, un fraile vio que alguien trataba de vender la tablilla robada en un comercio y prendieron al vendedor, que fue llevado a la cárcel, éste dijo que a él se la había vendido previamente otro señor, pero mientras unos justicias le interrogaban, otros fueron a su casa a hacer inspección y allí encontraron el capillo del copón escondido tras unos ladrillos. Al serle mostrada la prueba al preso -que se llamaba Francisco de León, era barbero, originario de Portugal y nacido en Jerez- se derrumbó y confesó “que el sábado por la mañana, en ayunas, hincado de rodillas, había consumido las formas, y que, por no tomarlas con su mano, las había tomado con unas tijeras que mostró. Que luego había enjuagado el vaso con agua y bebíosela”. Tras de lo cual el copón lo había fundido y convertido en barrotes de plata, que aparecieron en un escondite que indicó. Una nota marginal escrita en el documento algún tiempo después nos aclara el final dramático de la historia: “fue ahorcado”. El cronista Ortiz de Zúñiga, que, aunque con alteraciones notables de los hechos, se hace eco de tan sonado suceso, señala que, conforme a la práctica disuasoria del momento, su cabeza se expuso en la picota de la Macarena y las manos, una en la del Arenal y otra en la de Carmona.

Indudablemente que entonces la reacción de los fieles no fue “más que tibia”, pues hemos leído que se vistieron de luto los altares del templo profanado y que hubo rogativas y plegarias por toda la ciudad. No cabe duda de que en la Sevilla del siglo XVIII la veneración de las imágenes sagradas no solapaba ni menguaba el culto al Santísimo Sacramento y que la creencia en la presencia real era generalizada y firme. Nótese al respecto que el ladrón no tiró sacrílegamente las formas de cualquier manera, sino que ayunó una noche completa conforme a la práctica entonces vigente, no se atrevió siquiera a tocar las formas con sus manos e incluso hizo la ablución del copón antes de fundirlo por si quedaban partículas. Habrá quien pueda pensar, quizá desconociendo la debilidad de la naturaleza humana, que tales actos de fe no son más que muestras hueras y vacías de contenido, sólo atentas a las formas, y aportarán como prueba que a nuestro personaje no le sirvió para evitar el pecado. Sin embargo, yo quiero creer que aquellas muestras de reconocimiento de la divinidad le propiciarían compartir el destino de Dimas, más allá que en lo de morir ejecutado por su delito.

Las personas santas no requieren de grandes signos externos para comprender la divinidad, a la que tan unidas se encuentran por vínculos espirituales, pero el resto, tan sujetos a lo sensible, necesitamos tantas veces ver que a Dios se le trata como tal para poder reconocerle. Las cofradías han continuado, contra viento y marea, tratando con mimo y respeto a las imágenes por lo que éstas representan y ahí están los frutos. En otros ámbitos se le ha insistido tanto a los fieles en que no es necesario arrodillarse ante el Santísimo, que se puede comulgar tomándolo directamente en la mano, que cualquiera lo puede distribuir… que no es de extrañar que cuando hoy se profana un sagrario para robar los vasos que contienen el cuerpo de Nuestro Señor, los fieles reaccionen con tibieza, la misma tibieza con la que tantas veces han visto tratar a la Sagrada Eucaristía, la misma tibieza que les hace dudar.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Spain was different I. Sobre algunas pretéritas particularidades hispanas del traje coral prelaticio

Comprobamos en las actuales ceremonias papales de Roma una sorprendente uniformidad formal y cromática entre los capisayos de obispos, arzobispos y cardenales; uniformidad que apenas interrumpen -como excepción que confirma la regla- los prelados de rito oriental, con sus sugerentes particularidades que tan celosamente como seña de identidad mantienen. Sin embargo, no siempre fue así. A las diferencias de color que caracterizaban a los prelados religiosos y que duraron hasta 1969, debemos añadir la carta de morados que supondría la asistencia coral a cualquier ceremonia de los obispos venidos de distintas partes del mundo. Esta circunstancia duró hasta que un decreto de la Sagrada Congregación Ceremonial de 24 de junio de 1933 estableciese, mediante un retal de tela que cualquiera puede ver fijado a la página de las Acta Apostolicae Sedis donde se reproduce el decreto, cuál había de ser el tono preciso del morado episcopal de sus excelencias reverendísimas que a partir de aquel momento quedaría asimilado al paonazzo romano. Y es que al no tratarse de un color primario como el caso del rojo de los cardenales, sino de una combinación de azul y rojo había propiciado la existencia de casi tantos morados como obispos.

Los prelados hispanos interpretaban el colore violaceo como una composición cromática donde la parte de azul era muy superior a la de rojo, llegando en ocasiones a encontrarnos con ejemplos donde el tono de los capisayos era tan celeste como el cielo de una bonita mañana de primavera; las galerías de retratos de nuestros palacios episcopales, seminarios y catedrales están llenas de ejemplos. Ahora bien, aunque sea ésta una diferencia notable respecto al uso romano, no se trataba de una particularidad únicamente hispánica, dado que azules semejantes también podemos ver en las sotanas, capas, manteletes y mucetas episcopales de otros prelados extranjeros, como los franceses por ejemplo. Sin embargo sí que existían en España notables particularidades de corte y uso entre las distintas prendas que conforman el traje coral episcopal y cardenalicio. Vayamos por partes.

En cuanto a la sotana, el fajín y la muceta poco o nada cabría señalar, salvo el uso extendido a todo el episcopado de esta última prenda, en combinación con el mantelete, al que quedaba superpuesto. Sí, como los cardenales en Roma siempre que no hubiese Sede vacante, en España los obispos acostumbraban a superponer al roquete el mantelete y a éste, la muceta. Así, si el uso romano y general preveía la muceta para el obispo dentro del territorio de su jurisdicción y el mantelete en su lugar fuera de él, en España la costumbre era menos sofisticada, ya que se podría resumir en que todos lo usaban todo, dado que ambas prendas, una sobre la otra, eran las que igualmente llevaban los obispos auxiliares, contrariamente al uso general de llevar sólo el mantelete. Colegialidad patria avant la lettre.

A partir del Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona se fue introduciendo en España el ya mencionado uso general, que quedaría luego consolidado durante el último concilio ecuménico Vaticano, y que duraría bien poco, al desaparecer la prenda cuando en la segunda sesión de dicho concilio se pidió a los obispos que depusieran el mantelete y usasen la muceta, en signo de jurisdicción colegial; y, definitivamente, cuando en 1969 su uso quedase abrogado por la revolucionaria Ut sive sollicite. De tan sorprendente como feliz podemos calificar la idea del actual primado de España de rescatar el uso simultaneo de muceta y mantelete, lo haya hecho por un improbable arrebato de gusto por las tradiciones vestimentarias hispanas o simplemente por combatir el recio frío pucelano.

Hay que señalar, además, que el mantelete hispano difería del romano en que mientras que este último mostraba las vistas del forro carmesí, el hispano carecía de éstas y en cambio contaba con la presencia de ojales y botones decorativos desconocidos fuera de España, y que también aquí fue perdiendo a lo largo del siglo XX a medida que nuestros prelados se iban “romanizando”. Aunque no hay reglas fijas, pues comprobamos tras contemplar retratos históricos como el del cardenal Niño de Guevara, que siempre hubo prelados hispanos que prefirieron para su traje coral el modelo romano.

Por último, la capa magna, esa solemnísima prenda que ya hoy los obispos no usan ni en sus diócesis ni en las festividades más solemnes -en la mía no la vemos desde 1980- sería la pieza que gozaría de mayores particularidades respecto al modelo romano. Un buen conocedor de estas prendas me explicó que las diferencias se concretaban en que “el capirote romano es de proporciones generosas, llega hasta el codo y a veces lo sobrepasa, es redondo, sin dobleces laterales, sin alamares en los hombros, y el capuchón, que es más bien pequeño, es un apéndice al extremo de la caída del capirote, y se abotona al hombro derecho. El capirote hispano es más corto que el romano, tiene forma por delante de ancho babero, con los lados doblados mostrando parcialmente el forro, lleva alamares, y detrás termina en pico; el capuchón es de tamaño regular y está unido al babero; suele llevar una discreta gorguerilla o golilla de encaje alrededor del cuello. El romano está enteramente cubierto de pieles en su versión invernal, el hispano sólo el babero y el interior del capuchón. La capa romana es redonda y llega a los pies, como una casulla antigua ancha; hay que recogerla por delante al andar. La capa hispana es eso, una capa abierta, con los vuelos del forro a la vista. Ambos tipos de capa terminan en larga cola.” En definitiva, una pieza que, salvo en la cauda, es en todo semejante a las invernales capas de coro de nuestros canónigos españoles, quienes sin duda la imitaron. Hoy podemos ver la copia, mas no el original.

Continuará...



lunes, 6 de septiembre de 2010

El amito

A veces pienso que no serán pocos los fieles que cuando ven en misa un alzacuellos o una tirilla asomando por la escotadura de la casulla del oficiante consideren que éste va vestido “como Dios manda”, y hasta se alegrarán por ello, lo que podemos entender, qué duda cabe, a tenor de la más que previsible alternativa sport, tantas veces florida y hermosa. Sin embargo, ni esa camisa de clergyman, ni el improbable hábito de religión, ni la ciertamente improbabilísima sotana deberían estar visibles durante la celebración de la misa. Seguro que habrá muchos fieles de mi generación y aún de otras anteriores que ni sabrán que una vez fue común y generalizado el uso de una vestidura sagrada llamada amito que todo ministro católico vestía bajo el alba, aunque no falten testimonios antiguos de haberlo hecho también por encima de ésta, como aún se practica en el rito ambrosiano. Salvo para alguien empeñado en la búsqueda de exquisiteces litúrgicas, lo normal será que un simple fiel de misa de domingo sólo pueda ver el amito alrededor del cuello de algún sacerdote del Opus Dei, pues ellos sí que acostumbran a utilizarlo; de algunos -pocos- obispos; o del papa, pero esto ya por televisión, claro. La verdad del cuento es que la prenda ya no es objeto en la liturgia postconciliar de recepción ritual alguna como sí sucede en la tradicional durante la ordenación subdiaconal, lo que la ha devaluado desde el punto de vista del vínculo sentimental que se establece en esos momentos entre clérigo y objeto sagrado ligado a sus primeros pasos en el camino del sacerdocio. Además la normativa litúrgica actual determina que sólo es necesario su uso cuando el alba no cubra el cuello completamente y ahí ya empiezan las interpretaciones y... déjelo ahí que hace mucho calor.

La prenda, que debe estar bendecida por el obispo o por un sacerdote facultado para ello y ha de ser lavada separadamente de los vestidos profanos, es tan sencilla que apenas parece susceptible de ser descrita, al tratarse simplemente de un lienzo fino de forma cuadrangular hecho de lino o cáñamo blanco, que puede estar adornado, excepto en la parte que ciñe el cuello, con encajes en su borde perimetral. En España, por lo general, sus dimensiones son generosas -noventa por setenta centímetros recomendaban las Advertencias del arzobispo Aliaga en 1631- si bien estas medidas varían de una parte a otra y rara vez están fijadas, aunque como en todo hay excepciones, pues como un lienzo de ochenta por sesenta centímetros queda definido el amito en el ceremonial de los frailes menores conventuales. Cuenta con una cruz bordada en el centro que se besa en el momento de revestirse.
El sacerdote y demás ministros sagrados cubren con el amito el cuello y los hombros, ajustando su extremo derecho sobre el izquierdo y fijándolo con dos cintas largas, como de metro y medio, para cómodamente poder dar la vuelta al cuerpo, cruzarlas y hacer con ellas un nudo sobre el pecho. Las cintas de los amitos de los prelados suelen ser de color rojo o carmesí y hay lugares donde éstas se conforman con el color litúrgico correspondiente, sin faltar las pacientes labores monjiles de decoración pictórica y bordado de las cintas, que también pueden estar rematadas con borlas o bellotas.

Quienes tienen derecho al roquete también utilizan el amito sobre esta prenda cuando han de revestir la capa pluvial, la casulla o la dalmática. También los prelados visten el amito sobre el roquete y bajo el alba cuando celebran pontificalmente. Por último, conviene señalar que la práctica de colocar el amito sobre la sobrepelliz y bajo el alba al revestirse el sacerdote y los ministros para la misa, algo que ahora vemos en algunas partes donde se celebra la liturgia tradicional, es en sí correcta a tenor de las rúbricas, sin embargo rarísima vez se llevaba a cabo, pues aunque alguien debió de considerar que podía llegar a ser cómodo el hacerlo, realmente no resulta así.

Históricamente, el término amito procede del latino amictus, de amicere, cubrir, si bien ha recibido otros nombres latinos como humerale, superhumerale, porque cubría los hombros, anaboladium y anagolai, como viene referido en el Ordo romanus, por ceñir el cuello. El amito velaba por completo la cabeza de los clérigos, que muy probablemente abusaban de él, dado que en el Concilio de Roma del año 774 se llegó a prohibir que esta prenda cubriese la cabeza del celebrante o asistente durante toda la misa. Sin embargo, hasta la total generalización del bonete, la práctica continuó para la procesión de entrada. Así, los ministros pasaban de la sacristía al altar cubiertos con él, lo que lo convirtió simbólicamente en una suerte de yelmo de salvación contra los asaltos del demonio, como señala la oración prevista para ser recitada por el clérigo al momento de revestirse con el amito: Impóne Dómine, capiti mea gáleam salutis ad expugnándos diabólicos incúrsus (Impón, oh Señor, sobre mi cabeza el yelmo de la salvación, para vencer los asaltos del demonio). Este uso es aún seguido por los religiosos de capucha que, al no disponer de bonete, se cubren con el amito.

Durante la Edad Media este lienzo estaba decorado con una franja bordada que formaba una suerte de solapa o cuello llamado en latín collaria o colleria, en otras latitudes parura o aurifrisium o, más comúnmente en castellano, amito collar. Esta ancha cenefa se le añadía a la parte superior del amito, frecuentemente mediante una sola costura, de tal modo que se podía abatir sobre la casulla, sin por ello impedir que el amito cubriese completamente el cuello de la sotana. De estos amitos paramentados, el ejemplar más antiguo de que hay constancia en España resale al siglo X, concretamente al 957, año en el que se redactó el inventario de bienes de Wadamir, obispo de Vich, en el que figuraban cuatro amitos bordados en oro. Su uso debió de estar muy extendido, pues en la segunda mitad del siglo XVIII está documentado cómo continuaba en catedrales tan distantes como las de Maguncia, París o Sevilla. En ésta última lo continuaron utilizando los diácono s de honor o vestuarios del arzobispo hasta finales del siglo XX y aún se pueden ver durante la semana santa en algunas parroquias del arzobispado hispalense como la sevillana de San Isidoro, mientras que en otras como la parroquia de Santa Ana de Triana, aún sin uso, conservan en sus cajoneras bellos ejemplares como el que hemos traido aquí para encabezar este artículo. Como vestigio de estos aurifrisia quedó también la primitiva ubicación de la cruz junto al borde del lienzo donde antaño se añadía esta decoración, el delimitado por las cintas, posición que posteriormente sería abandonada por los inconvenientes de orden práctico que implicaba y que quedan de manifiesto en las ya citadas Advertencias, que piden pasar la cruz al centro del amito “para que mudándose las cintas de una parte a otra, sirva el amito por las dos partes y dure más tiempo y para que se pueda adorar la cruz sin asco. Porque la parte donde suele ponerse la cruz, se acomoda en el cuello; y se carga luego de sudor”. Por último, conviene señalar que evolución de estos amitos collares son las collaretas o gorjales de las dalmáticas, que aún hoy son frecuentemente utilizados en el rito ambrosiano, en León (Francia) y en distintas partes de España.

El origen del amito lo creyó encontrar Rabano Mauro en una supervivencia del superhumeral del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, llamado efod, y hasta del amictus que menciona Virgilio y que no era otra cosa que la toga adornada de púrpura que llevaban los sacerdotes y otras personalidades oficiales del mundo romano. Actualmente, sin embargo, la historiografía coincide en considerarlo como evolución del focale o palliolum que era usado en la vida profana por toda clase de personas. Como ornamento litúrgico se menciona el amito por vez primera el el ya citado Ordo Romanus I, a finales del siglo VIII, bajo el nombre de anagolaium, aunque se usaba como tal ya mucho antes, probablemente desde época paleocristiana. Durante el periodo carolingio se extendió su uso al resto de occidente, donde ya a principios del siglo IX Rabano Mauro y Amalario de Metz lo citan entre los ornamentos sagrados bajo el nombre de superhumerale y amictus respectivamente.

Posteriormente, como es de esperar, recibió variadas interpretaciones alegóricas que han cambiado notablemente a través del tiempo y que van desde el velo que cubrió el rostro del Salvador, a la corona de espinas que le impusieron en la cabeza, pasando por el yelmo protector ya citado, la voz del sacerdote que canta las divinas alabanzas, o su moderación en las palabras, como consideraba Amalario. Relacionada con esta última analogía simbólica está la fórmula que dirige el obispo al subdiácono cuando lo ordena: Aceipe amictum per quem designatur castigatio vocis (Recibe el amito por el cual se significa la mortificación en el hablar). Sin embargo, además de estas interpretaciones devotas, no se puede negar su practicidad como prenda que esconde hasta el más mínimo rastro de indumentaria no sagrada, dado que cuando en un mismo templo varios clérigos comparten ornamentos, con el amito cada cual evita el contacto con el sudor ajeno impregnado en los cuellos de las albas, casullas y demás ornamentos, a la vez que protege a éstos para que el traspaso del sudor de quien los usa sea mínimo. Si nos paramos a pensar en la realidad actual, sólo nos cabe imaginar que a falta de amitos, aumento de las dermatitis y ganancia de lavanderas.


Lat. Amictus, humerale; Fr. Amict; It. Amitto; Ing. Amice; Por. Amito; Al. Amikt, Schultertuch

jueves, 2 de septiembre de 2010

El alba

Antes de los cambios del postconcilio, el alba quedaba descrita como una túnica blanca de lino o cáñamo que, provista de mangas hasta la muñeca y ceñida con un cíngulo, cubría completamente desde los hombros hasta los talones. Pero esta definición no sería hoy del todo precisa, dado que ya no se exige para ella un material concreto, las hay que no prevén el cíngulo, otras dotadas de capucha...

Las rúbricas mandaban -y mandan para quienes siguen los libros litúrgicos vigentes en 1962- que el sacerdote la vistiese bajo la casulla para la misa o bajo la capa pluvial en las funciones que a ésta siguen o preceden inmediatamente, y para la exposición, reserva, bendición y procesión con el Santísimo Sacramento. Del mismo modo, tanto el diácono como el subdiácono la visten -permítanme el presente de indicativo- en las mismas ocasiones bajo la dalmática, y aún bajo la planeta hasta 1962. También son utilizadas en ciertas bendiciones previstas por el ritual, como la primera parte del rito pontifical de consagración de una iglesia o de bendición y colocación de la primera piedra de un edificio donde, además, quedan completamente a la vista en el diácono y el subdiácono, dado que en estos casos han de revestirse omitiendo la dalmática.
Históricamente parece que su origen está en la túnica talar del mundo romano que, a partir del siglo III continuó como vestido propio del clero cuando se adoptó la túnica corta para la vida ordinaria, sin embargo, conviene tener en cuenta que una prenda de características análogas era usada por el sumo sacerdote de los hebreos -con la túnica de Aarón y sus hijos se relaciona en su bendición- y también por los sacerdotes gentiles al sacrificar. Por testimonios pictóricos paleocristianos y altomedievales, sabemos que inicialmente estuvieron decoradas con franjas de púrpura y oro, denominándose, según el número de estas franjas, monolores, dilores, trilores o pentalores. Pero a partir del siglo XII el alba comenzó a estar más frecuentemente adornada con bocamangas y redropiés, también llamados aurifrisium, auriphrygium o grammata, suerte de parches cuadrangulares realizados en ricas telas de distintos colores que pronto se fueron conformando con el de los ornamentos y que llegaron a ubicarse también bajo los brazos y el pecho. Sin embargo, a partir del siglo XVI este tipo de decoración fue siendo sustituida paulatinamente por otra de encajes, quedando su uso a partir de la Edad Moderna reducido a algunas catedrales especialmente celosas con sus usos inveterados como las de Milán, París, Maguncia o Sevilla e iglesias bajo su respectiva influencia. En la catedral de Sevilla se han utilizado albas con redropiés hasta finales del siglo XX.


El alba comunmente llamada de encajes, nacida con la Edad Moderna y que ha llegado hasta nuestros días, compartía el ruedo, el cuello, las hombreras y las bocamangas de puntillas que le dan su nombre con el resto de la prenda de lienzo liso, si bien frecuentemente rizado, es decir, almidonado y planchado en finísimos pliegues, que le dan un aspecto absolutamente peculiar. Para su consolidación, hay que señalar que sobre la práctica decorativa precedente presentaba dos considerables ventajas: permitía un uso más versátil de la prenda al no estar asociada a color litúrgico alguno y, al mismo tiempo, la rápida identificación del rango dentro de la clericatura al que pertenece el oficiante, dado que a través de los encajes ubicados en el ruedo, los puños y las hombreras se puede observar el color de la sotana y de sus diferenciadas bocamangas, ya que los obispos y los prelados de honor llevan sotanas moradas pero con bocamangas de color carmesí, por ello bajo los puños de sus albas y roquetes se entrevé la seda de este color. La mayor complejidad a la hora de vestir la prenda con tan delicados encajes fue pronto subsanada con el forrado de éstos con sedas del color de la sotana coral correspondiente al rango eclesiástico de quien la porta. Así, a los casos bícromos ya descritos hay que añadir el de los capellanes de Su Santidad, que deberían hoy usar forros negros en sus albas, como todo el clero, puesto que su sotana coral sólo conserva de su antiguo color morado los botones y ribetes. Los cardenales, naturalmente, usan el rojo y el Sumo Pontífice siempre blanco, lo cual se puede apreciar bien en las bonitas albas de encaje que ha vuelto a usar Benedicto XVI. A esto habrá que añadir la existencia, relativamente frecuente, de excepciones cromáticas que siempre han sido toleradas donde hay arraigada costumbre de ello y que como norma general durante el Viernes Santo y en las liturgias de difuntos se utilizan albas sin encajes en señal de luto.
 
Con la pretenciosa intención de agotar el tema, intención que a la postre siempre resulta frustrada, añadiremos que a su primer uso debe preceder la bendición del obispo o de un sacerdote con especial facultad para ello; que desde el punto de vista simbólico su color blanco simboliza la reforma interior del Espíritu Santo, la inocencia de la vida y el brillo que acompaña a los ángeles. Igualmente puede recordar la vestidura blanca que Herodes Antipas mandó revestir a Jesús para burlarse de Él; y que la oración prevista por la Iglesia para ser recitada por el ministro a la hora de vestir el alba es la siguiente: Deálba me, Dómine, et munda cor meum; ut, in Sánguine Agni dealbátus, gaudis pérfruat sempitérnis (Purifícame, oh Señor, y limpia mi corazón, a fin de que, purificado en la sangre del Cordero, yo disfrute del gozo eterno).
Frente a otras prendas litúrgicas que, tras los cambios posteriores al último concilio, han quedado relegadas a la oscuridad de la cajonera o, en el mejor de los casos cuando no se ha hecho almoneda de ellas, ocupan ahora una iluminada vitrina en esos cementerios de ornamentos que son los museos diocesanos de arte sacro, el alba ha sufrido una multiplicación exponencial de su presencia en las ceremonias litúrgicas, dada la extensión de su uso a todos los ministros -incluidos los lectores y acólitos seglares instituidos o no- y a todas las ceremonias litúrgicas. A veces me pregunto si el abandono de la sotana nos ha llevado a ello o la generalización del alba frente a la sobrepelliz ha traído de resultas el que no veamos sotanas ni en las iglesias. Habrá que estudiarlo.


Lat. Alba; Fr. Aube; It. Camice; Ing. Alb; Por. Alva; Al. Albe.


miércoles, 1 de septiembre de 2010

Inter vestibulum et altare plorabunt sacerdotes ministri Domini

Apelando a este versículo del profeta Joel se defendió en España la permanencia de los coros capitulares en el centro de nuestras catedrales, colegiatas y parroquias frente al modelo de coro en la cabecera propuesto y difundido por san Carlos Borromeo, aquel cuyo primer biógrafo, Giovanni Pietro Giussani, tildó en 1610 de “disegno molto raro da lui stesso ritrovato”. Nada más que por eso, por cuanto significa como defensa de la identidad hispana de nuestra liturgia romana, me pareció un título adecuado para este blog que nace hoy aquí y será reproducido en La gaceta de la Iglesia, gracias al generoso ofrecimiento de don Francisco José Fdez. de la Cigoña, que ha sido intermediario eficaz con los responsables de esa joven página de información católica del grupo Intereconomía.
Algunos ya lo sabrán y al resto les informo ahora, de que quien suscribe inició -junto con otros tres amigos que nos conocimos en la vieja Torre-, un foro, Ceremonia y rúbrica de la Iglesia española, donde nos ocupamos de rescatarle a la memoria los viejos usos ceremoniales hispanos, las particularidades vestimentarias de nuestros eclesiásticos, la tan olvidada música sacra y un repertorio ingente de elementos materiales implicados en las celebraciones litúrgicas, como insignias, ornamentos, ajuar de altar, etc. Además, contamos con una biblioteca virtual donde están a disposición de todo aquel que nos visite un considerable número de libros digitalizados, artículos especializados y hemerográficos, textos oficiales y recomendaciones bibliográficas.

Allí se trabaja a diario, con aportaciones constantes y de altura, sin pretensiones pero con exigencia, hasta el punto de que en menos de año y medio hemos recibido casi dos millones de visitas y más de quince mil intervenciones en los seiscientos setenta y tres temas que mantenemos abiertos. Esto, que supone una cantidad de información verdaderamente ingente que asombra y agradece quien desea introducirse en profundidad en algún aspecto de los allí tratados, por el contrario abruma y aún desconcierta a quien trata de consultar la información de un aspecto específico para hacerse con una idea general sin desear enfrascarse en discriminar aportaciones certeras de otras erradas o defectuosas. Con este ejemplo se entenderá mejor: En la actualidad hay casi trescientas aportaciones sobre la tiara, luego en conjunto hay mucha información sobre dicho elemento, pero se echa de menos un resumen final, un esfuerzo de síntesis que descarte las equivocaciones vertidas, compile los aciertos y sirva de herramienta útil a quien sencillamente desee hacerse una idea cabal de la naturaleza, origen, uso y significado tan fabuloso tocado papal.


Pues con esa finalidad surge este blog, del que he de advertir que, si bien será una labor eminentemente personal, por cuanto sus fallos y errores sólo serán achacables a su autor, se basa en el trabajo previo de tantas personas que en el foro han pasado horas trascribiendo viejos manuales litúrgicos, que han sudado tinta china escaneando antiguas fotografías o que han puesto sus recuerdos personales de infancia y juventud al servicio de todos. En este sentido, merece una especial mención un venerable sacerdote, monseñor Martínez de Irujo, sin cuya entrega y dedicación, compartiendo sus conocimientos verdaderamente enciclopédicos y poniendo al servicio de todos los recuerdos de una vida de servicio a la Iglesia, difícilmente habríamos llegado hasta aquí.

Junto a estas compilaciones que pretenden ser eruditas, tengo igualmente intención de publicar de tanto en tanto algunos artículos de arte sacro, así como de actualidad litúrgica, e incluso alguno de opinión más general, que no será más que la voz de uno de tantos de los que en la Iglesia estamos entre el pórtico y el altar.