Hasta que el 25 de mayo de 1967 la instrucción Eucharisticum Mysterium de la aún Sagrada Congregación de Ritos acabase con ella, la celebración de la misa ante el Santísimo expuesto en la custodia era, gracias a los indultos generalizados que dejaron en poco su universal prohibición, práctica común en muchas iglesias. Así sucedía desde luego donde se celebraban las Cuarenta Horas, ya que la Instrucción Clementina mandaba que la última misa tuviese lugar en el altar donde estaba el Señor manifiesto. También eran habituales en las capillas de adoración perpetua y en celebraciones durante la octava de Corpus, así como en los domingos de Minerva. Por otro lado, no faltaba quien lo hacía por devoción o solemnidad, apoyado en los citados indultos o en que si otro tenía indulto por qué no yo.
Desde luego las rúbricas se complicaban muchísimo, así en el número de velas que había que disponer y encender; en la manera de llevar el bonete, siempre en mano; el número de incensaciones, genuflexiones y medias vueltas para nunca dar la espalda al Santísimo; en el lavabo, que debía de hacerse en el plano de la epístola de cara al pueblo; en la omisión de ósculos ceremoniales; y aún en más particulares. Acaso el más curioso sucedía si había predicación, ya que entonces era preceptivo correr una cortinilla ante la custodia, predicar desde el plano del presbiterio y dirigirse no a los fieles sino al "Soberano Señor Sacramentado". Quienes llegaron a asistir y celebrar aquellas misas coram Santissimo exposito me aseguran que eran muy hermosas y que nadie perdía el sueño por congojas teológicas. De hecho, sólo en el ámbito de la teología litúrgica se especulaba con la existencia de cierta confusión entre el Sacramento y el sacrificio. En cualquier caso, querido lector, fíjese hacia dónde se dirigían los indultos antes, cuando permitían una mayor presencia, alabanza y honor de Cristo Sacramentado; y ahora, con la comunión en la mano, su distribución por seglares, etc., pero no voy a seguir por ahí, que lo que quería contarles era otra cosa.
En el siglo XVIII surgió una curiosa querella respecto a la conveniencia de la presencia o no de la cruz sobre el altar durante estas misas. La Sagrada Congregación de Ritos había mandado el 14 de mayo de 1707 que nunca se dejase de poner la cruz en el altar aunque en él estuviese expuesto el Santísimo Sacramento, pero, habiendo reclamado las basílicas patriarcales de Roma y argumentado que en ellas se observaba lo contrario, resolvió el 2 de septiembre de 1741 que cada iglesia se atuviese a su costumbre sobre ponerla o no ponerla. En España la cuestión debió de encender los ánimos de los eclesiásticos de aquel siglo hasta un punto sólo parangonable al de las famosas querellas inmaculistas. La idea de que la cruz no debía de estar presente cuando se celebrase la misa ante el Santísimo había sido defendida en un opúsculo titulado Discurso sobre que no debe ponerse Cruz en el altar donde estuviere patente el Santísimo Sacramento por el capellán de la infanta sor Margarita de la Cruz en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, el licenciado don Francisco Bassurto. Éste fue contestado con un ardor que nos habla de la vitalidad del debate teológico del momento, con otro impreso titulado Razón contra las razones que tiran a destruir la razón de deberse poner cruz en el altar durante el Sacrificio de la Misa, aunque en él esté expuesto el Eucharístico Sacramento. Su autor, el doctor don Juan de la Parra, tras rebatir una a una todas las razones del licenciado Basurto, termina su obra certificando la simbólica muerte teológica de éste y se dirige a él por última vez con unos modos que dejan claro que la crítica vehemente no ha sido invento de ningún amigo con torre en cierta Gaceta. Lean y compruébenlo:
“Y pues usted mismo dio ya en el hoyo, de donde no sabemos si tendrá cara para salir, llévese el siguiente epitafio, que mi afligida nenia le dispara
Aquí yace el buen Francisco,
Que oposición quiso hallar
Entre la cruz de el altar
Y la presencia de Christo.
Erró en no haber entendido,
Que quitarle aquesta Vara,
Era ocultarle aquel Ara,
En que se ofreció rendido
Sin Cruz se vino a enterrar;
Porque en pena del pecado
Debe así ser enterrado
Quien en contra llegó a hablar
Quiérale Dios perdonar;
Pues la que ha de estar en juicio,
Llegó a sacar de su quicio,
Con quitarla del altar.
Pasajero, si te place,
A aqueste triste cuitado
Dile un responso cantado
Con su Requiescat in pace.”
cuales son los extremos de la querella teológica entorno al problema de la libertad humana?
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