Al Maestro de Manzanillo se le tiene atribuida esta elocuente pintura que se encuentra en el variado museo Lázaro Galdiano de Madrid. Este pintor se supone activo en Valladolid, y su estilo hispanoflamenco ha sido relacionado con el Maestro del Cuezo y, a través de él, con Pedro Berruguete, si bien otros lo creen más cercano a Juan de Flandes, e incluso a Fernando Gallego. Sobre estos aspectos relativos a la autoría y adscripción estilística de la tabla, así como en lo tocante a su datación -último cuarto del siglo XV- y origen -Valladolid y Zamora- existe una decena de artículos que se han ocupado de todo ello mejor de cuánto yo podría hacerlo ahora, sin embargo, querría detenerme en algunos detalles de su iconografía.
La llamada Misa de san Gregorio es una escena de la vida de este padre de la Iglesia que muchos hagiógrafos coinciden en considerar apócrifa, no en vano ninguna historia antigua del santo la menciona, ni siquiera la Leyenda Dorada, que es ya de finales del siglo XIII, se hace eco de ella. Quizá por este carácter legendario, con la misma fuerza que surgió en el siglo XIV en torno a la romería de las Siete Iglesias, desapareció del arte cristiano a finales del XVI. El pretendido milagro, como ya sabrá usted, querido lector, consistió en la aparición de Cristo resucitado rodeado de los instrumentos de la pasión sobre el altar de la basílica de Santa Cruz en Jerusalén de Roma, tras haber dudado de la presencia real de Cristo en la Eucaristía uno de los ministros del papa san Gregorio, que celebraba la misa. Eso es lo que muestra el cuadro de marras, así ha sido tratado por los autores que de él se han ocupado y en parte por ello lo tildé de elocuente al iniciar este artículo, pero también por más cosas, estas sí, inéditas hasta donde yo me he podido documentar.
Ni que decir tiene que el pintor se desentiende por completo de cualquier búsqueda de verosimilitud en tanto representar el altar concreto de la basílica romana donde habría sucedido el milagro. De hecho, la escena parece arrancada de la realidad y sólo los cardenales asistentes que portan la férula y la tiara nos confirman la dignidad sacerdotal máxima del celebrante. Sin más antecedentes por tanto que alguna que otra pintura que el artista conociese, el tercio inferior de la escena, la que representa al papa alzando la Hostia consagrada, en la que nos centraremos a continuación, es una fuente preciosa para la historia de la santa misa, mostrando muy probablemente los usos litúrgicos cotidianos de la Castilla bajomedieval. Se trata de una misa solemne, como se desprende de la presencia del incrédulo diácono ¿o el incrédulo sería el subdiácono que no sale en la escena? Yo apuesto por ello, que éste sería el castigo procurado por el de Manzanillo a su impiedad. En este sentido algunos detalles marcan el final de una práctica, como la presencia de sólo dos cirios encendidos, dado que a partir del nuevo misal de 1570 quedaría fijado en seis el número de candeleros con sus velas para este tipo de misas. También si nos fijamos podemos apreciar el misal colocado directamente sobre el altar, desprovisto de atril o cojín que lo sostenga.
Todos estos detalles ponen de manifiesto unos usos litúrgicos aún no completamente codificados, si bien mayoritariamente idénticos a los que un siglo más tarde fijaría san Pío V con el nuevo Missale Romanum ya aludido. Llamativo resulta igualmente el reducidísimo tamaño de la cruz, que no crucifijo, tan pequeña como la que, con la aparente intención de fastidiarle, tantas veces le colocan a Benedicto XVI en sus viajes apostólicos. Hace unos días lo comentaba con mi culto amigo Jesús Miguel González, con quien conocí la obra, y me hacía notar que acaso no resultase representativa de los usos litúrgicos hispanos de la época, pues su extraña situación delante de las sacras, inversa a la que cabía esperar -tabella ad crucis pedem y no al revés- llevan a pensar que quizá fuese la manera con la que el pintor solventó el problema que una cruz grande y puesta en su sitio le provocaría, es decir, que iba a cubrir parcialmente la parte más importante de la aparición. La cruz así representada simboliza más que ilustra la colocación del crucifijo en el altar y nos advertiría de que el pintor subordina a la finalidad de la obra los detalles de la misma. Sin embargo, esa rúbrica, la que determina la ubicación de la sacra, tampoco estaría desarrollada cuando se pintó el cuadro. De hecho, los autores señalan la aparición de esta sacra central en el siglo XVI y este cuadro y algún otro -como el del mismo tema que pintó Berruguete para la catedral de Segovia- ponen de manifiesto la necesidad de adelantar algunas décadas dicho orto. Y fíjese, atento lector, que no hay más que una sacra, la central, que ciertamente es la única que posteriormente exigirían las rúbricas y es que no sería hasta el siglo XVII que se generalizase la costumbre de contar con otras dos en el altar, en sus extremos del evangelio y la epístola, para el último evangelio y el lavabo respectivamente.
Todos estos detalles ponen de manifiesto unos usos litúrgicos aún no completamente codificados, si bien mayoritariamente idénticos a los que un siglo más tarde fijaría san Pío V con el nuevo Missale Romanum ya aludido. Llamativo resulta igualmente el reducidísimo tamaño de la cruz, que no crucifijo, tan pequeña como la que, con la aparente intención de fastidiarle, tantas veces le colocan a Benedicto XVI en sus viajes apostólicos. Hace unos días lo comentaba con mi culto amigo Jesús Miguel González, con quien conocí la obra, y me hacía notar que acaso no resultase representativa de los usos litúrgicos hispanos de la época, pues su extraña situación delante de las sacras, inversa a la que cabía esperar -tabella ad crucis pedem y no al revés- llevan a pensar que quizá fuese la manera con la que el pintor solventó el problema que una cruz grande y puesta en su sitio le provocaría, es decir, que iba a cubrir parcialmente la parte más importante de la aparición. La cruz así representada simboliza más que ilustra la colocación del crucifijo en el altar y nos advertiría de que el pintor subordina a la finalidad de la obra los detalles de la misma. Sin embargo, esa rúbrica, la que determina la ubicación de la sacra, tampoco estaría desarrollada cuando se pintó el cuadro. De hecho, los autores señalan la aparición de esta sacra central en el siglo XVI y este cuadro y algún otro -como el del mismo tema que pintó Berruguete para la catedral de Segovia- ponen de manifiesto la necesidad de adelantar algunas décadas dicho orto. Y fíjese, atento lector, que no hay más que una sacra, la central, que ciertamente es la única que posteriormente exigirían las rúbricas y es que no sería hasta el siglo XVII que se generalizase la costumbre de contar con otras dos en el altar, en sus extremos del evangelio y la epístola, para el último evangelio y el lavabo respectivamente.
El diácono sostiene en sus manos un cirio encendido, lo cual es frecuente en estas representaciones artísticas bajomedievales y altomodernas de la misa, de cuanto deducimos lo muy característico que debió de ser esta elocuente señal luminosa que anuncia la Real Presencia. Ya sabemos que en España este cirio terminó en una palmatoria que se encendía -y se puede seguir encendiendo como el misal de Juan XXIII se preocupa de señalar- en la credencia al sonar el Sanctus y se coloca sobre la mesa del altar, paralela al corporal, del lado de la epístola. Descendiendo ya al nivel de lo anecdótico me gustaría detenerme sobre una curiosa característica material de este cirio que nos ocupa, está compuesto por otros tres más finos entrelazados, con sus pabilos independientes, que forman una llama trilobulada. Algo parecido, quizá con más pabilos trenzados se ve en el cuadro de Berruguete que ya citamos, e incluso en la Misa de san Martín que pintara Simone Martini en la basílica inferior de Asís. Allí, la altura del cirio y la sutileza de los pabilos que lo conforman llega a hacer necesario su embarrotamiento, muy probablemente otra referencia a usos cereros del momento.
Pero sin duda, el elemento litúrgico más singular de todos los presentes en el cuadro son los corporales, dos piezas de lino superpuestas, donde la inferior, sutilísima, debido a sus dimensiones se extiende y cae por la parte frontal del altar, recuerdo del uso que tuvo hasta la Edad Media, cubriendo el cáliz al plegarse sobre sí mismo. Del hecho de encontrarnos ante dos corporales no nos sorprendemos por más que las rúbricas del misal no lo recojan, no en vano el que pluralicemos en nuestra lengua el término -corporales- aunque nos estemos refiriendo a uno sólo, prueba lo arraigada de esta práctica en España, tanto, que aún pervive en algunas partes, incluso en el contexto de la misa moderna. Sin embargo, lo singular del caso es que mientras que el corporal inferior está cortado a la antigua, en decir, rectangular y colocado perpendicularmente al lado mayor del altar como hemos visto, el superior ya es cuadrado, fruto de su división, ya en aquellos años ultrasecular, en dos piezas independientes, de donde surgiría la palia, también presente en nuestra pintura, cubriendo el cáliz, significativamente sin almidonar ni acartonar, que aún no se habrían descubierto las numerosas ventajas que ofrecen estos procesos para el manejo de la pieza. Me ha parecido realmente singular el modo en que se plasma en este cuadro este momento de incertidumbre tipológica en el que existiendo ya la palia, aún se continuaba utilizando el amplio corporal, más ya sin uso como cobertura de las ofrendas. Quizá fuese ahora necesario tratar la evolución histórica del corporal, la palia y la hijuela, pero eso ya será otro día.