miércoles, 6 de octubre de 2010

La capa verde, o lo que puede un párroco


Algunos amigos me preguntaron la semana pasada por qué se combinaron dos colores distintos de ornamentos durante la beatificación en Sevilla de la madre María de la Purísima. Como yo había visto la ceremonia por televisión y recordaba a todos los concelebrantes, diáconos y acólitos con ornamentos blancos, no alcanzaba a entender la pregunta, hasta que pude comprobar que se referían a las franjas decorativas que lucían las casullas de los concelebrantes, que las había tanto rojas como verdes, pero que no dejaban de ser más que eso, adorno. Me pareció curioso que mediante una suerte de sinécdoque cromática esas decoraciones de color pudiesen convertir para algunos toda una amplísima casulla blanca en un ornamento de tiempo ordinario o pentecostés y rápidamente me acordé del saladísimo sainete en tres actos del que fuera actor principal un admirado y querido sacerdote y que para solaz del respetable copio a continuación.


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Dramatis personae
Cura párroco, Melo, sacristán bizco, monaguillos, beata enlutada.

Acto primero
Allá por donde el Cid perdió los quijotes, en cierta parroquia castellana de cuyo nombre no quiero acordarme, había un párroco tan rácano como vivales. Cuando la capa pluvial verde se echó a perder, no quiso su reverencia gastarse ni un real. Como la aspersión dominical requiere gran parte del año litúrgico el uso de un pluvial verde, algo había que hacer y pronto. En un gesto muy de aquellos tiempos triunfales, de ordeno y mando, el párroco se apropió del oratorio del hospital una capa de esas que llaman góticas, de raso fino, sin forro, que aparecieron por los años cincuenta, obras mediocres de talleres monjiles con sospechosas conexiones transpirenaicas. Sólo había un ligero problema, y es que la capa no era verde, era blanca. Pero a vivales nadie le ganaba al buen párroco, que ponderó urbi et orbi la belleza y colorido de los galones en las fimbrias, que de bellos nada, pero que efectivamente eran de color verde y oro. Así pues, la capa fue rebautizada cual hereje convertido. Vade retro, capa blanca, bienvenida, capa verde. Ingredere in templum Dei. Y tan tranquilos.

Segundo acto
De vacaciones en España, llega servidor a esa localidad para visitar a unos familiares. El párroco, zalamero y untuoso, me invita al sermón, que entonces aún había en muchos pueblos sermón y bendición los domingos por la tarde. Tras el rosario, dirigido supersónicamente por el párroco, sermoncillo corto de Melo para alivio del personal oyente y sufriente. Avemaría, distinguidas autoridades, qué honor, cuidadito mozos y mozas, patronos amad a los obreros, estos diez mandamientos se encierran en dos, pastor angélico que tanto quiere a España, aquí paz y después gloria, amén. Y púlpito abajo, a revestirme para la bendición. Como hacía un calor tremendo, agosteño y mesetario, me negué a ponerme el albo pluvial, precioso pero pesadísimo, que en su ingenuidad había sacado el sacristán después del sermón, pensando honrarme con el sofocante lamé de plata cargado de ricos bordados. Revolviendo en los viejos armarios, fragantes de cedro y espliego, encontré la capa ideal. Era blanca y ligera, sin forro, con una discreta cenefa verde y oro. Me la puse y hala, procedamus. El sacristán, petrificado, estaba visiblemente aturdido, y los monaguillos se miraban y me miraban como si yo fuese un marciano con bonete, aunque entonces no había extraterrestres, que como es bien sabido los trajo el concilio. En fin, cosas de pueblerinos, me dije para mis adentros. Que procedamus, leñe. Salimos al presbiterio y me encontré con la mirada desencajada del párroco, aferrado a su reclinatorio en el lado del evangelio. Como cualquier varón, en pantalón o sotana, habría hecho en ese caso, yo me llevé la mano instintivamente a la farmacia, pero estaba bien cerrada y cubierta de encajes. Cosas del calor, pensé, aunque ya menos seguro y algo alterado. Pange Lingua, estación, Tantum Ergo, bendición, alabanzas, Adoremus y yo tan fresquito en mi pluvial.

Tercer acto
En llegando a la sacristía, el párroco, el sacristán, los monagos y una señora chiquitita toda enlutada, sin duda caporala de la cofradía reinante y cotilla máxima, me rodean, consternados y afligidísimos. ¡Don Carmelo, ay don Carmelo, que se ha puesto usted la capa verde! Me los quedé mirando de hito en hito, dudando de mi propia cordura. "Es blanca". "¡Pero es la capa verde!". Alegaban y se enardecían el párroco y la beata enana, jaleados por el sacristán, alzando la voz e increpándome como si yo hubiera salido a celebrar en pijama. Los monagos enredaban a gusto, felices de sumarse al pío frenesí.  En lo más álgido de la trifulca, contestando a la algarabía colectiva con mi silencio, tercié el manteo, me calé la teja, miré al soslayo, fuime, y no hubo nada.


Epílogo

Pocos días después llegó a la cancillería de esa diócesis una respetuosa aunque enérgica nota de queja, redactada por el párroco y refrendada con varias firmas de titubeante caligrafía y garabateantes rúbricas. Los representantes más significados de la fauna parroquial manifestaban en ella su más firme repulsa ante mi desprecio por las normas litúrgicas y costumbres locales. Leyóla el obispo, se informó discretamente, y al oír lo del camaleónico pluvial se carcajeó tanto como yo cuando me lo contó un año después en Roma. Mucho he olvidado en mi larga vida, pero jamás olvidaré la surrealista historia de mi encuentro con la capa verde, en cierta parroquia castellana de cuyo nombre no quiero acordarme, allá por donde el Cid perdió los quijotes.