Uno de los primeros días del pasado verano, estando en el extranjero, recibí varios mensajes de amigos y parientes que me informaban de la increíble profanación de la imagen sevillana de Jesús del Gran Poder. Digo increíble porque es algo que jamás pensé que pudiese llegar a pasar, y es que la II República acabó casi cuarenta años antes de que uno naciera y no estoy acostumbrado a ciertas cosas. Luego supimos que se trataba de un trastornado, muy probablemente influenciado por el ambiente irrespirable que está provocando este tipo de sacrilegios.
Cuando la imagen fue restaurada y devuelta al culto, se celebró una misa que ofició el arzobispo de Sevilla y en cuyo sermón dijo que “nuestros sagrarios, a veces son profanados y la reacción de los fieles es más que tibia”. No nos vamos a detener a recensionar esta frase, que ya ha sido tan ampliamente elogiada como vituperada -por ser ciertamente una verdad absoluta lo primero, y por haberla pronunciado quizá fuera de lugar, lo segundo- pero sí quisiera sacarla de este espinoso contexto para llevarla a nuestro terreno de la historia eclesiástica y extraer de ella alguna enseñanza que nos pueda ser hoy válida.
Retrotraigámonos a la Sevilla del siglo XVIII, la sevilla barroca y cristiana donde el culto a las imágenes formaba parte de la religiosidad de todos sus habitantes, desde aquellos de extracción más popular a los nobles o clérigos más formados. En ese contexto, un hecho verdaderamente tremendo y que conmovió a toda la ciudad tuvo lugar el viernes tres de marzo de 1713. Ese día robaron la tablilla del Hic est Chorus y un copón consagrado del convento de los frailes menores de Sevilla, los de la desaparecida Casa Grande de San Francisco. Como podemos leer en la documentación asentada en el Archivo de la Catedral de Sevilla, inmediatamente los frailes se percataron del robo “los padres vistieron los altares de luto y en las antepuertas colgaron bayetas negras y por toda la ciudad comenzaron rogativas y plegarias pidiendo a la Divina Majestad se manifestase para ser restituido con la decencia posible en sagrado lugar”. Se pregonaron recompensas para quien diera pista fiable y se movilizó a la justicia con tal motivo.
Algunos días después, un fraile vio que alguien trataba de vender la tablilla robada en un comercio y prendieron al vendedor, que fue llevado a la cárcel, éste dijo que a él se la había vendido previamente otro señor, pero mientras unos justicias le interrogaban, otros fueron a su casa a hacer inspección y allí encontraron el capillo del copón escondido tras unos ladrillos. Al serle mostrada la prueba al preso -que se llamaba Francisco de León, era barbero, originario de Portugal y nacido en Jerez- se derrumbó y confesó “que el sábado por la mañana, en ayunas, hincado de rodillas, había consumido las formas, y que, por no tomarlas con su mano, las había tomado con unas tijeras que mostró. Que luego había enjuagado el vaso con agua y bebíosela”. Tras de lo cual el copón lo había fundido y convertido en barrotes de plata, que aparecieron en un escondite que indicó. Una nota marginal escrita en el documento algún tiempo después nos aclara el final dramático de la historia: “fue ahorcado”. El cronista Ortiz de Zúñiga, que, aunque con alteraciones notables de los hechos, se hace eco de tan sonado suceso, señala que, conforme a la práctica disuasoria del momento, su cabeza se expuso en la picota de la Macarena y las manos, una en la del Arenal y otra en la de Carmona.
Indudablemente que entonces la reacción de los fieles no fue “más que tibia”, pues hemos leído que se vistieron de luto los altares del templo profanado y que hubo rogativas y plegarias por toda la ciudad. No cabe duda de que en la Sevilla del siglo XVIII la veneración de las imágenes sagradas no solapaba ni menguaba el culto al Santísimo Sacramento y que la creencia en la presencia real era generalizada y firme. Nótese al respecto que el ladrón no tiró sacrílegamente las formas de cualquier manera, sino que ayunó una noche completa conforme a la práctica entonces vigente, no se atrevió siquiera a tocar las formas con sus manos e incluso hizo la ablución del copón antes de fundirlo por si quedaban partículas. Habrá quien pueda pensar, quizá desconociendo la debilidad de la naturaleza humana, que tales actos de fe no son más que muestras hueras y vacías de contenido, sólo atentas a las formas, y aportarán como prueba que a nuestro personaje no le sirvió para evitar el pecado. Sin embargo, yo quiero creer que aquellas muestras de reconocimiento de la divinidad le propiciarían compartir el destino de Dimas, más allá que en lo de morir ejecutado por su delito.
Las personas santas no requieren de grandes signos externos para comprender la divinidad, a la que tan unidas se encuentran por vínculos espirituales, pero el resto, tan sujetos a lo sensible, necesitamos tantas veces ver que a Dios se le trata como tal para poder reconocerle. Las cofradías han continuado, contra viento y marea, tratando con mimo y respeto a las imágenes por lo que éstas representan y ahí están los frutos. En otros ámbitos se le ha insistido tanto a los fieles en que no es necesario arrodillarse ante el Santísimo, que se puede comulgar tomándolo directamente en la mano, que cualquiera lo puede distribuir… que no es de extrañar que cuando hoy se profana un sagrario para robar los vasos que contienen el cuerpo de Nuestro Señor, los fieles reaccionen con tibieza, la misma tibieza con la que tantas veces han visto tratar a la Sagrada Eucaristía, la misma tibieza que les hace dudar.